Park Yeon-mi huyó de Corea del Norte luego de una
dramática travesía que ha sido ampliamente conocida en el mundo a través de
entrevistas difundidas en todos los idiomas. Ella se convirtió, desde su
deserción, en objetivo militar del régimen de Kim Jong-un. En 2007, Yeon-mi
junto a su madre partieron con traficantes chinos abandonando su tierra natal.
En el camino encontró a su padre quien había ejercido como militar de la
dictadura. Éste, juzgado por enriquecimiento ilícito cayó en desgracia
terminando como forastero. Cuando el padre murió, en la clandestinidad, no
pudieron llorar sus restos por temor a ser encontrados.
En 2008, cruzando la frontera en Mongolia, tras
infinitas degradaciones, ofensas y humillaciones, pudieron trasladarse hasta
Corea del Sur, lugar en el que encontraron a la hermana mayor de Park, quien
había emigrado años atrás. Desde 2009, y gracias a los medios de comunicación
libres de la democracia surcoreana, Yeon-mi comenzó a proyectar su voz
disidente en contra del gobierno de Jong-un, régimen que tiene relaciones
afectuosas y positivas con Venezuela (nación con la que no comparte costumbres,
economías comunes ni necesidades diplomáticas, mas sí la orientación
centralista y autoritaria de su élite en el poder).
La joven de 22 años ha expandido su relato, luchando
por la defensa de los derechos humanos de los millones de oprimidos en lo que
hoy es el punto más oscuro del planeta. “(En Corea del Norte) no somos libres
para cantar, decir, vestir o pensar lo que queramos”, dijo Yeon-mi en el One
Young World Summit de la Organización de las Naciones Unidas a finales de 2014:
“es el único país en el mundo que ejecutó gente por realizar llamadas
telefónicas internacionales no autorizadas … No hay libros, no hay canciones,
no hay prensa, no hay películas sobre historias de amor”. Tiempo después
declaró ante el canal de televisión australiano SBS que la vida en Corea del
Norte “era como vivir en el infierno”: “es temer incluso pensar porque
verdaderamente crees que el líder del país siempre sabe qué hay en tú cabeza”.
La dictadura reprime el pensamiento y con esto la creación, la inventiva, la
expresión libre del ser humano.
Tras repasar las líneas de los diversos textos
publicados en ocasión de este relato extraordinario y aleccionador, es
imposible no dedicar largos momentos de pensamiento y reflexión sobre la
diáspora de jóvenes venezolanos que colman las embajadas del mundo solicitando
asilo, becas para estudio, oportunidades de trabajo o mera aceptación en el
país destino. La emigración, factor extraño en la vida venezolana de antes del
2000, se ha convertido en un elemento característico de la crisis y del régimen
vigente. Los ciudadanos huyen porque ven afectada su libertad y derechos
esenciales.
Aunque usando métodos distintos, pero no menos
deshonrosos y deplorables, en una suerte de evolución de la balsa cubana y de
los grupos de escapes norcoreanos, los venezolanos también parten forzosamente
de sus hogares, espantados por la actividad de un gobierno que oscurece el
territorio, al igual que su mentor caribeño y su amigo asiático, con escasez, violencia,
corrupción, militarización, represión y deplorables servicios públicos. Limitar
las oportunidades, restringir las esperanzas y asfixiar el desarrollo son parte
de los objetivos de los sistemas autoritarios. Venezuela, al igual que Cuba y
Corea del Norte, requieren una depuración de su sistema político para permitir
el regreso de la democracia.
Usando una frase de Park Yeon-mi: “tenemos que
centrarnos menos en el régimen y más en las personas que están siendo
olvidadas”. La diáspora, que representa una puñalada tremenda al recurso humano
nacional, con grandes repercusiones económicas, educativas, políticas,
culturales y sociales, no puede quedar proscrita. Cada desertor es una bandera.
Cada venezolano que huye es una causa. Pelear por quienes se están yendo es un
poderoso motivo para persistir en la salida del autoritarismo venezolano, así
como lo es en Corea del Norte, Cuba y todos los territorios bajo la penumbra de
la dictadura: luchar contra la oscuridad.
Ángel Arellano
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