Aquí encuentras mi opinión, lo que pienso sobre Venezuela y el momento que nos ha tocado vivir. Lecturas, crónicas, artículos, relatos y crítica... Bienvenidos.

martes, 28 de octubre de 2014

Síntomas de nuestros problemas

La erosión institucional en Sierra Leona produjo una guerra civil que dejó más de 80 mil muertos 
 En Sierra Leona, la presidencia de Siaka Stevens (1968-1985) hundió la economía al punto de erosionar cualquier vestigio de prosperidad. Stevens ejerció una férrea dictadura que persiguió, encarceló y asesinó a opositores y críticos de su gobierno. Sus políticas económicas extractivas dedicadas a la explotación de los recursos minerales y a la neutralización de la empresa privada, devastaron el país.
James Robinson y Daron Acemoglu dicen en “Por qué fracasan los países” (2013) que “las carreteras se caían a pedazos y las escuelas se desintegraron”. Luego de Stevens, Joseph Momoh asumió la presidencia de Sierra Leona (1985-1992) siguiendo los pasos de su predecesor.
Sierra Leona se convirtió en un Estado en quiebra. El gobierno no podía pagar las cuentas de los hospitales, instituciones públicas ni del ejército. Tampoco existían fondos para cancelar el salario a los maestros. Los niveles de inseguridad, insalubridad, embarazo precoz, hambre y mortalidad se dispararon. No existían mercados formales para el empleo y las diversas actividades económicas. La informalidad y la carencia de instituciones se convirtieron en la única ley que regía los destinos de una república desamparada.
En 1991, el Frente Unido Revolucionario, un grupo paramilitar con la orientación de cambiar el gobierno, conformado por ex soldados del ejército de Sierra Leona y rebeldes que se ampararon en la causa contra el Estado colapsado, declaró su oposición a Momoh y creó el caos en casi toda la geografía del país.
En una nación sin fuerzas de seguridad y un gobierno débil, el Frente encendió una guerra civil. Según los autores antes citados “el conflicto se intensificó con masacres y abusos masivos de derechos humanos que incluían violaciones en masa y la amputación de manos y orejas”.
“La Ley y el orden habían desaparecido, hasta tal punto de que se hizo difícil para la gente distinguir a un soldado de un rebelde. La disciplina militar desapareció por completo”, agregan. La guerra culminó en 2001, con un país destruido y más de 80 mil personas muertas.
Sierra Leona había fracasado. No por falta de recursos minerales en su territorio, ni por su gente o su cultura. El gobierno de Stevens, que liquidó a las instituciones bajo una dictadura sangrienta, dio paso a una “parainstitucionalidad” en la que buena pase de la nación se afilió ante la quiebra del Estado fomentada por el gobierno.
En días recientes, Venezuela ha sido testigo de los dictámenes de los “colectivos bolivarianos”, grupos armados que hacen de la irregularidad su fuerza para exigir cambios en el gobierno. Con la sola amenaza de una marcha en el centro de Caracas lograron lo que muchos no pudieron: la destitución del súper poderoso Ministro de Interior y Justicia, de la directiva del Cicpc y ajustes en las líneas de mando en los cuerpos de seguridad del Estado.
Antes de estos acomodos, igualmente la república, o lo que queda de ella, vio como el charco de sangre de la violencia y las rencillas internas en los brazos armados del gobierno vigente han cobrado la vida de destacados personajes del régimen. Todos los días asesinan un escolta de un cargo distinguido, a cada rato fallece un notable de las Fuerzas Armadas y ya no es noticia la muerte de un polícia, más por repetición que por impacto en la sociedad.
El Estado ha colapsado. Una cita hecha por Robinson y Acemoglu a un periódico durante la mencionada guerra civil de Sierra Leona, resume nuestra desgracia: “el NPRC (gobierno), los rebeldes y los sobels (soldados convertidos en rebeldes) equivalen al caos que uno espera cuando desaparece un gobierno. No son las causas de nuestros problemas, sino los síntomas”.

Ángel Arellano

domingo, 19 de octubre de 2014

Nosotros y nuestra cultura


Es costumbre venezolanísima tener receta para cualquier dolencia y culpable para cualquier mal. La crisis actual, que pica y se extiende sin mostrar atisbos de solución pronta, nos ha llevado al abuso en la utilización de una frase que ha estado siempre presente, pero que hoy se exhibe deportivamente sin la argumentación necesaria dejando a muchos como loritos en platabanda: “el problema no es el gobierno, ni el sistema, ni la oposición, el problema somos nosotros y nuestra cultura”.
            Este diagnóstico rápido, incompleto y alarmante pone a más de un ciudadano a darle vueltas a la cabeza tantas veces que posiblemente quedarán perdidos y, para no seguir hurgando en los inciertos linderos del desconocimiento, optan por sentenciar sin derecho a reconsideración: “sí, es verdad, el problema somos nosotros, la cultura del venezolano”.
            Con ese cálculo, más crudo que cocido, se sazonan no pocas conversaciones de los desesperados que buscan hasta debajo de las piedras el porqué de tanto desastre en una sociedad que recientemente, para algunos antes de 1998 y para otros antes del 2007, prometía una economía medianamente “estable” a partir del rentismo petrolero que ofrecía un dólar barato, importaciones a granel y cuantiosos negocios a costillas de la inflación y las reservas internacionales.
            ¿Es la cultura el factor definitivo, la variable que explica la alarmante situación del país? En parte sí, pues nuestros rasgos, valores, costumbres y creencias pueden colaborar o no con el desarrollo institucional y por ende económico de la nación; pero, en mayor medida, no, pues las características culturales de Venezuela no determinan el actual salto en parapente.
            Diversas sociedades en el mundo han tenido en diferentes momentos de la historia mucho o poco desarrollo al punto de llegar a ser parte del exclusivo grupo de principales potencias globales. No importa la cultura, ubicación geográfica ni los recursos naturales para desarrollarse, cualquier sociedad, por diversa y compleja que sea, puede llegar a la cúspide. Ejemplos: Unión Soviética, Imperio Chino, Otomano, Romano, Inglés, América Española, etc. Mantenerse en la cima no dependerá de la cultura, sino de las instituciones políticas y económicas que rigen la vida en sociedad.
            ¿Cómo nacen las instituciones? Se imponen, representan un bien social, asumido como “común” por la gente. Sin embargo, los proyectos de algunas élites, vinculados o no con éste bien común, aprovechan coyunturas para hacerse del poder y aplicar su programa con la fuerza del Estado. Chávez, que fue un militar golpista de 1992, gozó de los beneficios democráticos de la Constitución de 1961, los mismos que hoy son negados a los presos políticos de Venezuela, para salir a la calle y postularse como candidato a la presidencia con un discurso anti sistema, en un momento de gran declive para los partidos y las instituciones. Su asunción al trono configuró lo que Juan Carlos Zapata llama “el suicidio del poder”, el finiquito del sistema democrático para instalar uno que llenara de inmensas facultades al nuevo mandatario (Constitución 1999).
            La cultura del venezolano es la misma de siempre, con los agravantes de un sistema autoritario, dictatorial, que friega al pobre y humilla al disidente; la que nos llevó a la cumbre de la dictadura con Gómez y al florecer de la democracia con Betancourt; la de la bonanza de los 70´s y el ocaso de los 80´s. Nuestra cultura no determina este caos, quien lo hace son las instituciones, las mismas que hoy han mutado hasta llevarnos al foso. Por tanto, es menester cambiarlas, transformarlas y asumir los sacrificios de rigor para mejorar nuestra ya desgraciada realidad.


Ángel Arellano

lunes, 13 de octubre de 2014

“Quien no trabaja no come”

 
         La historia del capitán John Smith es fabulosa. Oriundo de Lincolnshire en Inglaterra, dedicó su vida a ser soldado de la fortuna. Bajo el mando de la corona inglesa estuvo en batalla contra los Países Bajos, luego, a la orden de fuerzas austríacas, peleó contra ejércitos del Imperio Otomano resultando capturado y vendido como esclavo. Escapó y volvió a Austria.
            Smith viajó a Virginia en 1607, la nueva colonia inglesa en Norteamérica. Su condición no era buena, tras disputa en el barco lo llevaron al calabozo. Sin embargo, una resolución lo absolvió y se instaló en Jamestown, el primer asentamiento inglés en el hoy territorio de los Estados Unidos.
            Los británicos estimaban realizar una colonización similar a la de Perú y México, lugares en los que España dominó a las tribus indígenas para sustraer grandes riquezas minerales. Pero la realidad de Norteamérica era diferente: distaba de la abundancia de nativos y minas de plata y oro. Fue considerada una zona poco deseable, contraria a los territorios controlados por los españoles, caracterizados por el milagro de los tesoros naturales.
            Dicen Daron Acemoglu y James Robinson sobre la conquista del norte del nuevo continente por parte de Inglaterra, que “la idea de que fueran los propios colonos quienes trabajaran y cultivaran sus propios alimentos no se les pasó por la cabeza”. Varios gobernadores provisorios de Jamestown fracasaron en la empresa de subyugar a los pequeños asentamientos indígenas para demostrar la factibilidad de la conquista. Apuntan Acemoglu y Robinson: “quien salvó la situación fue el capitán John Smith”.
            Smith ofició a la Virginia Company para que enviara mano de obra con conocimiento de la tierra. Su idea era hacer de aquellos campos un espacio productivo y no centrar la agenda en el antagonismo con los aborígenes. Por el contrario, logró persuadir a los nativos para el comercio. Smith, a cargo de Jamestown, pronunció una regla con la que mantendría con vida aquél inicio de la conquista británica: “Quien no trabaje no come”.
             Tiempo después, en 1618, inició el sistema de reparto de tierras por cabeza que permitió la entrega de terrenos a ciudadanos de Virginia quienes debían hacerlas productivas. Esta acción fortaleció el abastecimiento y estableció una sociedad de propietarios. No sólo eran las élites controladoras del territorio como en el centro y sur de América, sino la base social participando como agentes productivos, quienes decidían el destino de la colonia en la Asamblea General que exponía su voz con respecto a las instituciones y las leyes de Virginia.
            En contraste, la América española crecía amén de la cuantiosa explotación minera que sembró la costumbre de la abundancia interminable. Siempre fácil, próxima e inagotable. El Cabildo, la Audiencia y otras instituciones aparecerán paulatinamente siempre bajo orden de la Corona. A diferencia de la experiencia Norteamericana, los primeros indicios de democracia en las indias españolas tardarán y llegarán con accidentes que aún no han sido corregidos.
Cuando busquemos explicaciones sobre la viveza criolla, sobre nuestras ganas de hacer fortuna fácil sin mayor esfuerzo que el necesario para contar los fajos de billetes, sepamos que viene de nuestras raíces más lejanas. Tenemos mucho que hacer para reconfigurar ese negativo patrón cultural que no ayuda al progreso.
El desarrollo de una sociedad no depende de su riqueza natural ni de la venia de una élite dominante, sino de su gente, sus instituciones y leyes. La capacidad productiva de un pueblo se evidencia en la adversidad, cuando todas las manos suman y todas las voces importan.

Ángel Arellano

lunes, 6 de octubre de 2014

Simón Ortiz, mi amigo

Junto a Simón Ortiz en Clarines


-¡Angelón, anda a la cantina que tu mamá te dejó allá tres empanadas y una malta!
Simón Ortiz nació en las montañas de La Soledad, en el hoy municipio Bruzual, justo el año en que muere Juan Vicente Gómez (1935), el más férreo dictador que ha conocido nuestra historia.
Aquella Venezuela que recibió a Simón era de corbata y sombrero, la del “buenos días” y la palabra empeñada. Un año después estará en curso el “Programa de febrero” de Eleazar López Contreras, evidencia cierta del cambio de rumbo de la nación que caminaba con prisa hacia su primer intento como República liberal democrática.
La vida permitió a Simón instalarse en Clarines a los 12 años, desde ese momento fijará ahí su residencia definitiva. Fue espectador, como tantos otros venezolanos, de los años más productivos, más positivos y seguramente los que representan mayor nostalgia para quienes conocieron la democracia y ahora sufren el autoritarismo del Siglo XXI.
Simón vivió en la Venezuela de Pérez Jiménez y la Seguridad Nacional, pero también en la de los 40 años de democracia, tiempo de progreso, avance, desarrollo y crecimiento para un país que sólo heredó del gendarme necesario los caudillos fuertes y el miedo de los poderosos a la conciencia viva de un pueblo que se abrió camino en el mundo a través del voto universal y secreto.
Conocí a Simón desde muy niño. Yo iba a la Escuela Monseñor Álvarez, recinto de mi formación inicial, ahí Simón era obrero. Donde lo veía saludaba con el afecto y cariño de esa Venezuela pujante, respetuosa y frondosa que sigue palpitando en sus recuerdos.
Años después, me fui a Barcelona a estudiar en la universidad y le perdí la pista. De vez en cuando lo encontré riéndose en cualquier sitio, estrechando la mano con alegría y la humildad que ha caracterizado a nuestro pueblo desde sus cimientos.
En ocasión de una fiesta en Clarines nos encontramos. Simón estaba igualito: feliz, amigable, socializando con respeto pero con entusiasmo. Sigue teniendo las pocas canas que le vi hace tanto tiempo. Está jubilado, sus años, ya cuenta 79, son un llamado de atención a toda la juventud que en su florecer pierden el consejo de los viejos, los que más saben y a los que debemos escuchar con dedicación.
Emocionado, conversé con Simón. Le di un abrazo, hablamos y nos tomamos una foto. Al escucharlo recordaba pasajes de textos en los que Juan Pablo Pérez Alfonso, ese grande venezolano que mucho aportó para hacer nuestra la hoy destruida industria petrolera, mostraba su profunda preocupación por la falta de adultos mayores en la población: en 1975 mientras Suecia tenía tres o más adultos por cada niño, Venezuela tenía tres o más niños por adulto. Fue una angustia que lo acompañó hasta su muerte.
Quise publicar este texto en homenaje a Don Simón Ortiz, un obrero, un viejo, un venezolano de ayer y hoy, y, también, por qué no, a esa nación desdibujada, olvidada, que debemos reivindicar, pues no habrán más años felices que los que vivió la República en democracia; a menos que cambiemos el tétrico modelo vigente.
La masificación de la educación permitió que un obrero como Simón, a sus tantos años después del servicio a la escuela, en un pueblo pequeño, pudiera optar por su jubilación y seguir viviendo en paz y con alegría. Hoy, cuando la realidad es otra, la educación está herida de muerta. Pocos, por no decir nadie, pueden vivir con el salario de un obrero.
Gracias Simón, mi amigo.

Ángel Arellano