La historia del capitán John
Smith es fabulosa. Oriundo de Lincolnshire en Inglaterra, dedicó su vida a ser
soldado de la fortuna. Bajo el mando de la corona inglesa estuvo en batalla
contra los Países Bajos, luego, a la orden de fuerzas austríacas, peleó contra
ejércitos del Imperio Otomano resultando capturado y vendido como esclavo.
Escapó y volvió a Austria.
Smith viajó a Virginia en 1607, la
nueva colonia inglesa en Norteamérica. Su condición no era buena, tras disputa
en el barco lo llevaron al calabozo. Sin embargo, una resolución lo absolvió y
se instaló en Jamestown, el primer asentamiento inglés en el hoy territorio de
los Estados Unidos.
Los británicos estimaban realizar
una colonización similar a la de Perú y México, lugares en los que España
dominó a las tribus indígenas para sustraer grandes riquezas minerales. Pero la
realidad de Norteamérica era diferente: distaba de la abundancia de nativos y minas
de plata y oro. Fue considerada una zona poco deseable, contraria a los
territorios controlados por los españoles, caracterizados por el milagro de los
tesoros naturales.
Dicen Daron Acemoglu y James Robinson
sobre la conquista del norte del nuevo continente por parte de Inglaterra, que
“la idea de que fueran los propios colonos quienes trabajaran y cultivaran sus
propios alimentos no se les pasó por la cabeza”. Varios gobernadores
provisorios de Jamestown fracasaron en la empresa de subyugar a los pequeños asentamientos
indígenas para demostrar la factibilidad de la conquista. Apuntan Acemoglu y
Robinson: “quien salvó la situación fue el capitán John Smith”.
Smith ofició a la Virginia Company
para que enviara mano de obra con conocimiento de la tierra. Su idea era hacer
de aquellos campos un espacio productivo y no centrar la agenda en el
antagonismo con los aborígenes. Por el contrario, logró persuadir a los nativos
para el comercio. Smith, a cargo de Jamestown, pronunció una regla con la que
mantendría con vida aquél inicio de la conquista británica: “Quien no trabaje
no come”.
Tiempo después, en 1618, inició el sistema de
reparto de tierras por cabeza que permitió la entrega de terrenos a ciudadanos
de Virginia quienes debían hacerlas productivas. Esta acción fortaleció el
abastecimiento y estableció una sociedad de propietarios. No sólo eran las
élites controladoras del territorio como en el centro y sur de América, sino la
base social participando como agentes productivos, quienes decidían el destino
de la colonia en la Asamblea General que exponía su voz con respecto a las
instituciones y las leyes de Virginia.
En contraste, la América española
crecía amén de la cuantiosa explotación minera que sembró la costumbre de la
abundancia interminable. Siempre fácil, próxima e inagotable. El Cabildo, la
Audiencia y otras instituciones aparecerán paulatinamente siempre bajo orden de
la Corona. A diferencia de la experiencia Norteamericana, los primeros indicios
de democracia en las indias españolas tardarán y llegarán con accidentes que
aún no han sido corregidos.
Cuando busquemos explicaciones sobre la viveza
criolla, sobre nuestras ganas de hacer fortuna fácil sin mayor esfuerzo que el
necesario para contar los fajos de billetes, sepamos que viene de nuestras
raíces más lejanas. Tenemos mucho que hacer para reconfigurar ese negativo
patrón cultural que no ayuda al progreso.
El desarrollo de una sociedad no depende de su
riqueza natural ni de la venia de una élite dominante, sino de su gente, sus
instituciones y leyes. La capacidad productiva de un pueblo se evidencia en la
adversidad, cuando todas las manos suman y todas las voces importan.
Ángel Arellano
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