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lunes, 13 de octubre de 2014

“Quien no trabaja no come”

 
         La historia del capitán John Smith es fabulosa. Oriundo de Lincolnshire en Inglaterra, dedicó su vida a ser soldado de la fortuna. Bajo el mando de la corona inglesa estuvo en batalla contra los Países Bajos, luego, a la orden de fuerzas austríacas, peleó contra ejércitos del Imperio Otomano resultando capturado y vendido como esclavo. Escapó y volvió a Austria.
            Smith viajó a Virginia en 1607, la nueva colonia inglesa en Norteamérica. Su condición no era buena, tras disputa en el barco lo llevaron al calabozo. Sin embargo, una resolución lo absolvió y se instaló en Jamestown, el primer asentamiento inglés en el hoy territorio de los Estados Unidos.
            Los británicos estimaban realizar una colonización similar a la de Perú y México, lugares en los que España dominó a las tribus indígenas para sustraer grandes riquezas minerales. Pero la realidad de Norteamérica era diferente: distaba de la abundancia de nativos y minas de plata y oro. Fue considerada una zona poco deseable, contraria a los territorios controlados por los españoles, caracterizados por el milagro de los tesoros naturales.
            Dicen Daron Acemoglu y James Robinson sobre la conquista del norte del nuevo continente por parte de Inglaterra, que “la idea de que fueran los propios colonos quienes trabajaran y cultivaran sus propios alimentos no se les pasó por la cabeza”. Varios gobernadores provisorios de Jamestown fracasaron en la empresa de subyugar a los pequeños asentamientos indígenas para demostrar la factibilidad de la conquista. Apuntan Acemoglu y Robinson: “quien salvó la situación fue el capitán John Smith”.
            Smith ofició a la Virginia Company para que enviara mano de obra con conocimiento de la tierra. Su idea era hacer de aquellos campos un espacio productivo y no centrar la agenda en el antagonismo con los aborígenes. Por el contrario, logró persuadir a los nativos para el comercio. Smith, a cargo de Jamestown, pronunció una regla con la que mantendría con vida aquél inicio de la conquista británica: “Quien no trabaje no come”.
             Tiempo después, en 1618, inició el sistema de reparto de tierras por cabeza que permitió la entrega de terrenos a ciudadanos de Virginia quienes debían hacerlas productivas. Esta acción fortaleció el abastecimiento y estableció una sociedad de propietarios. No sólo eran las élites controladoras del territorio como en el centro y sur de América, sino la base social participando como agentes productivos, quienes decidían el destino de la colonia en la Asamblea General que exponía su voz con respecto a las instituciones y las leyes de Virginia.
            En contraste, la América española crecía amén de la cuantiosa explotación minera que sembró la costumbre de la abundancia interminable. Siempre fácil, próxima e inagotable. El Cabildo, la Audiencia y otras instituciones aparecerán paulatinamente siempre bajo orden de la Corona. A diferencia de la experiencia Norteamericana, los primeros indicios de democracia en las indias españolas tardarán y llegarán con accidentes que aún no han sido corregidos.
Cuando busquemos explicaciones sobre la viveza criolla, sobre nuestras ganas de hacer fortuna fácil sin mayor esfuerzo que el necesario para contar los fajos de billetes, sepamos que viene de nuestras raíces más lejanas. Tenemos mucho que hacer para reconfigurar ese negativo patrón cultural que no ayuda al progreso.
El desarrollo de una sociedad no depende de su riqueza natural ni de la venia de una élite dominante, sino de su gente, sus instituciones y leyes. La capacidad productiva de un pueblo se evidencia en la adversidad, cuando todas las manos suman y todas las voces importan.

Ángel Arellano

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