Aquí encuentras mi opinión, lo que pienso sobre Venezuela y el momento que nos ha tocado vivir. Lecturas, crónicas, artículos, relatos y crítica... Bienvenidos.

lunes, 26 de octubre de 2015

El campesino y el nuevo rico

          En la finca, el campesino se preguntaba por qué al cabo de tantos años trabajando para la familia que lo contrató en su juventud, cuando era un brioso caporal, no gozaba de ciertas condiciones como un buen vehículo, una casa más grande y dinero en el bolsillo para costear sin sobresalto las demandas elementales del hogar. Estas reflexiones se paseaban con puntualidad al final del día, cuando sacaba las cuentas pendientes y repasaba deudas que le estaban costando mucho tiempo, y mucho sudor, cancelar adecuadamente.
            En un hato vecino, un amigo cuidador de ganado había levantado en poco tiempo algunos recursos que, comparados con la estrechez del campesino, parecían la realización material, el “nuevorriquismo”. Este amigo era oficialista. Se había procurado su prosperidad tras pasar por el Consejo Comunal del pueblo, hace unos siete años, cuando el dinero para acometer las obras bajaba a las arcas de la organización sin que nadie lo detuviese, y también, sin que nadie lo controlase. Por todo aquello de los “Cinco Motores”, el “Poder Comunal” y la “democracia protagónica”, el amigo se sentía muy inflado. Convirtió el Consejo Comunal en una suerte de empresa particular, en la que solo se escuchaba la voz de sus familiares y allegados. La pegó del techo un día que el Presidente mencionó al pueblito, incrustado en el corazón de una región llanera, y con eso le echó la bendición para que los recursos siguieran llegando en estampida… hasta que vinieron los cortes programados y no programados del nuevo Presidente.
            El campesino le dijo a su amigo:
            –Compita, y ¿cómo le parece que ya no hay comida?
            –¿Cómo me va a parecer manito? Eso es la oposición apátrida –respondió.
            –Compita pero si no hay arroz, no hay caraota, no hay harina.
            –Mire manito, la oposición quiere que nos quedemos friendo piedras pero aquí estamos rodilla en tierra.
            –Está bien compita, pero es que los centavos no rinden, la muchachita se me enfermó y no hay ni pa’ la fiebre en la medicatura.
            –Manito, la oposición ha hecho todo pa’ que no haya remedio por ningún lado.
            –Ajá compita, pero ¿y la inseguridad? Usted estaba conmigo el día que los motorizados le cayeron a plomo a titirimundi en el pueblito robando la bodega y también violaron a una jovencita del liceo.
            –Manito, las bandas armadas son culpa de la oposición.
            –Bueno compita, será. Y ¿qué le parece la inauguración del nuevo estadio de béisbol?
            –Ahí está manito, eso es orgullo revolucionario. Nosotros sí tenemos moral. Aquí este gobierno ha hecho todo lo bueno, antes no existía nada, sólo el esterero. Quedó bonito y lo hicieron rápido. Eso se llama “ética patriotista”.
            –Ah caramba, eso de “ética patriotista” sí que no lo había escuchado. Bueno, y ¿vio que se vino abajo una pared del estadio y le cayó encima a unos niños que iban a inaugurar la Copa? Se supo que la pared casi no tenía cabilla porque como no hay, los albañiles se la llevaron por la pica del bachaque’o, y el maestro de obra, que es rojo rojito, estaba en la cantina con una fría en la mano, tenía una semana sin ir a la construcción. Llevaron a los niños al hospital pero estaba cerrado porque los malandros lo saquearon y no había ambulancia. Un muchachito se murió, que Dios lo tenga en gloria. ¿Eso también fue culpa de la oposición compita?
            –Bueno manito, los caminos de Dios son inciertos.
            –Ah sí, cómo no. Usted es bien bravo. Yo no voto por su gente ni que me paguen, y váyase de aquí con su camioneta, con sus reales y con su “ética patriotista”. Yo creo que hasta eso está mal dicho. Aquí la gente se muere de hambre y usted anda es jugando gallos, pega’o en el whisky y echando pinta. Mientras nosotros andamos prendiendo una vela a la Virgen para rendir los cobrecitos y que no nos mate el hampa.

Ángel Arellano

lunes, 19 de octubre de 2015

Cuando nos hicimos magos (II)

 
El relato de aquella mujer resultaba la encarnación de todos los titulares de la prensa: crisis, escasez, caos, sufrimiento. Como si las noticias se hubiesen consumido en un solo parlamento.
-Espéreme un segundo aquí, por favor –notifiqué para desplazarme hacia el mostrador y pedir dos botellas de agua. Había visto que un hombre salía del establecimiento con un par de cajas de agua mineral, cosa sumamente extraviada de las neveras de los comercios.
Pagué ambas botellas con 30 bolívares. Cuando se la acerqué a la mujer, noté en su mano izquierda la áspera textura de quien las usa para trabajos arduos. La escoba, la esponja, el cepillo, la ropa, los niños, el martillo, el alambre, el destornillador, el machete y todos los implementos que pasan a diario por esas manos, develando más sacrificio y esfuerzo que detalles de manicura y cuidados delicados.
Aproveché para repetir algo que por lo general había escuchado en muchos lugares.
-¿Cómo no vamos a estar viviendo las miserias de esta crisis si con lo que vale un dólar yo compro por lo menos 46 botellas de agua como esta? Las dos me costaron 30 bolívares y el dólar está en más de 700 bolívares. Me pregunto si solo la etiqueta puede tener ese valor. Este desbarajuste nos tiene a todos así como anda usted, con una mano en el sustento y con otra cargando la vida.
-Gracias por el agua, chamo. Allá arriba en el hospital no hay nada. En toda la noche tomé un jugo que me dio una señora que estaba conmigo, durmiendo sentada en un pasillo, porque no hay sillas, no hay algodón, no hay jeringas...
Su voz era el canal por el que se expresaba la tristeza y la indignación. Un segundo bastó para que el quebranto inundara los ojos de aquella mujer y rompiera a llorar.
Supe que se llamaba Luisa porque un motorizado que la reconoció gritó el nombre antes de levantar la mano para saludarla. Contó dos o tres detalles de su pernocta entre zancudos, calor y rezos de los parientes que esperaban la mejoría de sus familiares en el hospital. Fueron 10 ó 15 minutos de conversación y a mí me parecía que conocí toda su vida. Lo que salía de su boca era una imagen de lo que se veía en todas partes. Nunca fue tan difícil vivir en un país en el que todo había parecido ser siempre fácil.
Persistí en mejorar la radiografía que ya tenía sobre ella y lancé otra interrogante.
-¿Y tus niños estudian?
-Bueno, los dos grandecitos sí. El otro está muy pequeño todavía. El mayor tiene ocho años y vive con mi mamá en Guanta, allá está yendo a la escuela. Ella me ayuda porque no podemos tenerlos a todos en la casa.
La calculadora que montaba guardia en mi cabeza comenzó a hacer estimaciones de la edad de la mujer con respecto a la edad del hijo mayor. –Si efectivamente tenía 25 años, como yo creía, dio a luz por primera vez a los 17 años –pensé, una edad por lo demás precoz, común denominador en la mujer venezolana que reproduce a nuestra raza.
No había tiempo para digresiones. Ella continuaba su cuento.
-Nada más con los útiles uno se vuelve como loca –prosiguió. –La escuela pide y pide pero ¿cómo se hace si no alcanza? Aquí los únicos que tienen dinero son los que están metidos en mafias o los que andan por ahí revendiendo carísimo. En el barrio los que tienen bastante dinero son los malandritos que después que el gobierno les dio de todo, porque por allá incluso fue una vez un concejal con una gente de la alcaldía y hasta motos rifaban en unas bebederas de cerveza y anís que montaban, ahora no hayan qué hacer con ellos porque andan robando a todo el mundo pistola en mano.

Ángel Arellano

lunes, 12 de octubre de 2015

Cuando nos hicimos magos (I)

Si los ojos de aquella mujer narraran todo lo que han visto, capaz ofrecieran un relato detallado de la vida del venezolano promedio, el que brinca charcos que crearon las tuberías rotas, invierte buena parte de su tiempo en la irritable espera del autobús de turno o guarda en las gavetas de la cocina algunas velas para iluminar la casa cada tanto, cuando el apagón visita y se queda a dormir.
                Ella descendía del bulevar de comercios que hacen antesala al Hospital Luís Razetti de Barcelona. Caminaba apurada con un trío de bolsas en la mano derecha, el morral de madre a cuestas y la criatura entre sus hombros. Un pañuelo de una tela rosada y delgada, con el centro transparente, producto del uso y desgaste, protegía al bebé del sol anzoatiguense. El calor evaporaba cualquier atisbo de sonrisa en un rostro que parecía invadido por el estrés y la incertidumbre.
                Cuando una de las bolsas que llevaba cayó al suelo, apresuré la marcha para ayudarla.
                -¡Epa! Espérate. Aquí está tu bolsa.
No era una mujer mayor, capaz tenía mi edad. Era exagerado pensar que superara los 25 años. La bolsa contenía un paquete de 32 pañales y en su mano llevaba otro idéntico. Recordé que aquella mañana la gente corría de un lado al otro, y a los pies del hospital, se observaba una fila de más de 400 personas, de acuerdo con mis estimaciones a vuelo de pájaro: esperaban comprar pañales en una farmacia, un producto atesorado en la Venezuela de la escasez y el hambre.
-¡Coño! Gracias, creí que te la ibas a llevar –respondió luego de un sorbo de aire que la tranquilizó.
-¿Y por qué me voy a llevar esos pañales? Eso no se hace.
-Carajo, si eso es lo normal. La vez pasada estaba en el (Abasto) Bicentenario cuando se armó un rollo ahí. La Guardia llegó justo después cuando iba saliendo con las bolsas y me quedé sin nada por culpa de aquél peo en medio del gentío. Menos mal que andaba sola.
Periodista al fin, no pude asfixiar una pregunta.
-Ah, pero no andabas con tu niña por ahí, que bueno.
-No es mi chama, es mi sobrina. La traje al hospital anoche porque no le bajaba la fiebre y no conseguía un remedio. Hoy temprano le dieron de alta porque no hay donde tenerla y le bajó la calentura. Me metí en esa cola a ver qué había y compré rápido porque me vieron con la niña, porque si no, bueno, estuviera llevando más sol que una teja.
La acompañé a cruzar la calle y se detuvo debajo de la sombra que brindaba una panadería justo enfrente de la parada de camionetas y camiones que hacen de transporte público.
-¿Cómo haces para cargar todo eso? –volví, curioso.
-Así como voy, con todo encima. No has visto nada. Cuando se consiguen las cosas, la harina, la leche o la azúcar, a veces en los chinos o en el mercado, uno aprovecha, y como venden regulado, cargas con lo que te dejen llevar, si no ¿qué vas a comer?, ¿qué comen los carajitos? Uno aguanta hambre a veces, pero los niños no tienen la culpa de lo que está pasando –respondió.
Su aclaratoria fue un desahogo. Cuando agregaba líneas al diálogo, inhalaba aire con fuerza, dejando entrever alguna dificultad respiratoria de diagnóstico desconocido.
-A veces pareciera que fuéramos magos rindiendo la comida, estirando todo, pidiendo fia’o, de aquí para allá.
La criatura debajo del pañuelo contaba algunos meses desde su llegada al mundo. Su vida, tan frágil, dependía de aquella mujer que había dormido algunos minutos en los pasillos del hospital esperando la buena nueva del médico de guardia para retornar a casa. Nunca abrió los ojos, entregada a un profundo sueño en el sauna de los mediodías de barceloneses.

Ángel Arellano

martes, 6 de octubre de 2015

Cuando las “chivas” son “estrenos”

 
De pequeño, recuerdo que entre las cosas características de la navidad, además de hacer las hallacas en familia y ver las casas del pueblo rebosadas de parientes llegados de todo el país, el presupuesto de mi mamá se ajustaba para buscar solución a dos tareas fundamentales: el regalo de noche buena y los “estrenos” (o la pinta del 24 y 31 de diciembre).
En mis primeros años de vida, mi madre, maestra de educación especial en una escuela pública de Clarines, podía costear con su modesto salario el regalo y algunas mudas de ropa nueva para la época decembrina. Ropa distinta a toda la que se hubiese podido comprar durante el año. Poco a poco, con mi crecimiento, las cosas fueron cambiando, sin embargo, se mantenía la premisa de los “estrenos” como detalle sagrado en la navidad venezolana. Así en todos los hogares de mis amigos, que no precisamente eran nichos de abundancia y riqueza pues la estrechez económica siempre ha sido una variable presente en el presupuesto de quienes venimos de sectores populares.
Cuando la crisis económica desatendida (o promovida) por el gobierno de Hugo Chávez, se intensificó, al calor de su consolidación en el poder (2004-2012), los “estrenos” se ajustaron a lo estrictamente necesario: dos pantalones, dos camisas y un par de zapatos. Esa era la constante en el barrio, los muchachos estrenaban básicamente lo mismo, igual las damas. Algunos más y otros menos, pero todos dentro de ese marco. Sin excesos pero contentos.
En la navidad de 2012, lo que antes era común, comenzó a ser extraordinario: pocos estrenaban el par de mudas de ropa. Algunos, con mayores posibilidades, sí lo hacían, pero no eran, ni por asomo, la mayoría. La cosa se redujo a solo dos camisas nuevas, y, el año siguiente (2013), no hubo nada nuevo con qué vestirse. Ningún “estreno”. La crisis se tragó la costumbre, así como lo hizo con las hallacas, la pirotecnia, el jamón ahumado, el whisky y ahora la cerveza: rubros imposibles en la vida del ciudadano promedio.
El uso de ropa usada, lo que el argot popular bautizó como “chivas”, no es nuevo, ni tampoco extraño. Resultaba muy común ver a la gente “enchivarse” con los zapatos de algún amigo, las camisas del papá, las medias de un hermano o una franela ajena. Lo que sí es extraño es que ahora sea la norma, a consecuencia de la hiperinflación que se vive en Venezuela.
Las estimaciones más conservadoras indican que en lo que va de 2015, el país registra un 142% de inflación acumulada, aunque la cruz que llevamos a cuestas nos dice que el aumento ha sido de 1000%. Una medicina que costaba 30 Bs. en enero, en octubre subió a 700 Bs.; un repuesto de vehículo que costaba 1500 Bs., 10 meses después llegó a los 30 mil Bs.; y un kilo de carne que comenzó el año costando 250 Bs. aproximadamente, ya va por 1200 Bs. El venezolano no sabe cómo calculan la inflación, lo que sí sabe es que en su bolsillo el dinero no dura un segundo.
Desde el año pasado hemos visto cómo las ventas de ropa usada se han multiplicado en todas partes, sobre todo en los pueblos pequeños y las barriadas populares. Los precios de las prendas de vestir nuevas son exageradamente elevados, cónsonos con el alto costo de la vida.
En la tienda más modesta, un pantalón supera los 15 mil bolívares, una camisa los 9 mil y un par de zapatos los 20 mil. Ni hablar de las medias y ropa íntima que también son sumamente onerosas. Una muda de ropa esencial, fuera de toda marca rimbombante, puede costar cinco o seis veces el salario mínimo. Por tanto, las “chivas” han ganado espacio.
En nuestra navidad bajo el signo del chavismo, así como desapareció la felicidad y el abrazo fraterno sin distinción de credos, también se extraviaron los “estrenos”. Hay que recuperar la alegría.

Ángel Arellano