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lunes, 19 de octubre de 2015

Cuando nos hicimos magos (II)

 
El relato de aquella mujer resultaba la encarnación de todos los titulares de la prensa: crisis, escasez, caos, sufrimiento. Como si las noticias se hubiesen consumido en un solo parlamento.
-Espéreme un segundo aquí, por favor –notifiqué para desplazarme hacia el mostrador y pedir dos botellas de agua. Había visto que un hombre salía del establecimiento con un par de cajas de agua mineral, cosa sumamente extraviada de las neveras de los comercios.
Pagué ambas botellas con 30 bolívares. Cuando se la acerqué a la mujer, noté en su mano izquierda la áspera textura de quien las usa para trabajos arduos. La escoba, la esponja, el cepillo, la ropa, los niños, el martillo, el alambre, el destornillador, el machete y todos los implementos que pasan a diario por esas manos, develando más sacrificio y esfuerzo que detalles de manicura y cuidados delicados.
Aproveché para repetir algo que por lo general había escuchado en muchos lugares.
-¿Cómo no vamos a estar viviendo las miserias de esta crisis si con lo que vale un dólar yo compro por lo menos 46 botellas de agua como esta? Las dos me costaron 30 bolívares y el dólar está en más de 700 bolívares. Me pregunto si solo la etiqueta puede tener ese valor. Este desbarajuste nos tiene a todos así como anda usted, con una mano en el sustento y con otra cargando la vida.
-Gracias por el agua, chamo. Allá arriba en el hospital no hay nada. En toda la noche tomé un jugo que me dio una señora que estaba conmigo, durmiendo sentada en un pasillo, porque no hay sillas, no hay algodón, no hay jeringas...
Su voz era el canal por el que se expresaba la tristeza y la indignación. Un segundo bastó para que el quebranto inundara los ojos de aquella mujer y rompiera a llorar.
Supe que se llamaba Luisa porque un motorizado que la reconoció gritó el nombre antes de levantar la mano para saludarla. Contó dos o tres detalles de su pernocta entre zancudos, calor y rezos de los parientes que esperaban la mejoría de sus familiares en el hospital. Fueron 10 ó 15 minutos de conversación y a mí me parecía que conocí toda su vida. Lo que salía de su boca era una imagen de lo que se veía en todas partes. Nunca fue tan difícil vivir en un país en el que todo había parecido ser siempre fácil.
Persistí en mejorar la radiografía que ya tenía sobre ella y lancé otra interrogante.
-¿Y tus niños estudian?
-Bueno, los dos grandecitos sí. El otro está muy pequeño todavía. El mayor tiene ocho años y vive con mi mamá en Guanta, allá está yendo a la escuela. Ella me ayuda porque no podemos tenerlos a todos en la casa.
La calculadora que montaba guardia en mi cabeza comenzó a hacer estimaciones de la edad de la mujer con respecto a la edad del hijo mayor. –Si efectivamente tenía 25 años, como yo creía, dio a luz por primera vez a los 17 años –pensé, una edad por lo demás precoz, común denominador en la mujer venezolana que reproduce a nuestra raza.
No había tiempo para digresiones. Ella continuaba su cuento.
-Nada más con los útiles uno se vuelve como loca –prosiguió. –La escuela pide y pide pero ¿cómo se hace si no alcanza? Aquí los únicos que tienen dinero son los que están metidos en mafias o los que andan por ahí revendiendo carísimo. En el barrio los que tienen bastante dinero son los malandritos que después que el gobierno les dio de todo, porque por allá incluso fue una vez un concejal con una gente de la alcaldía y hasta motos rifaban en unas bebederas de cerveza y anís que montaban, ahora no hayan qué hacer con ellos porque andan robando a todo el mundo pistola en mano.

Ángel Arellano

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