El relato de aquella mujer resultaba la encarnación
de todos los titulares de la prensa: crisis, escasez, caos, sufrimiento. Como
si las noticias se hubiesen consumido en un solo parlamento.
-Espéreme un segundo aquí, por favor –notifiqué para
desplazarme hacia el mostrador y pedir dos botellas de agua. Había visto que un
hombre salía del establecimiento con un par de cajas de agua mineral, cosa
sumamente extraviada de las neveras de los comercios.
Pagué ambas botellas con 30 bolívares. Cuando se la
acerqué a la mujer, noté en su mano izquierda la áspera textura de quien las
usa para trabajos arduos. La escoba, la esponja, el cepillo, la ropa, los
niños, el martillo, el alambre, el destornillador, el machete y todos los
implementos que pasan a diario por esas manos, develando más sacrificio y esfuerzo
que detalles de manicura y cuidados delicados.
Aproveché para repetir algo que por lo general había
escuchado en muchos lugares.
-¿Cómo no vamos a estar viviendo las miserias de esta
crisis si con lo que vale un dólar yo compro por lo menos 46 botellas de agua
como esta? Las dos me costaron 30 bolívares y el dólar está en más de 700
bolívares. Me pregunto si solo la etiqueta puede tener ese valor. Este
desbarajuste nos tiene a todos así como anda usted, con una mano en el sustento
y con otra cargando la vida.
-Gracias por el agua, chamo. Allá arriba en el
hospital no hay nada. En toda la noche tomé un jugo que me dio una señora que
estaba conmigo, durmiendo sentada en un pasillo, porque no hay sillas, no hay
algodón, no hay jeringas...
Su voz era el canal por el que se expresaba la
tristeza y la indignación. Un segundo bastó para que el quebranto inundara los
ojos de aquella mujer y rompiera a llorar.
Supe que se llamaba Luisa porque un motorizado que
la reconoció gritó el nombre antes de levantar la mano para saludarla. Contó
dos o tres detalles de su pernocta entre zancudos, calor y rezos de los
parientes que esperaban la mejoría de sus familiares en el hospital. Fueron 10
ó 15 minutos de conversación y a mí me parecía que conocí toda su vida. Lo que
salía de su boca era una imagen de lo que se veía en todas partes. Nunca fue
tan difícil vivir en un país en el que todo había parecido ser siempre fácil.
Persistí en mejorar la radiografía que ya tenía
sobre ella y lancé otra interrogante.
-¿Y tus niños estudian?
-Bueno, los dos grandecitos sí. El otro está muy
pequeño todavía. El mayor tiene ocho años y vive con mi mamá en Guanta, allá
está yendo a la escuela. Ella me ayuda porque no podemos tenerlos a todos en la
casa.
La calculadora que montaba guardia en mi cabeza
comenzó a hacer estimaciones de la edad de la mujer con respecto a la edad del
hijo mayor. –Si efectivamente tenía 25 años, como yo creía, dio a luz por
primera vez a los 17 años –pensé, una edad por lo demás precoz, común
denominador en la mujer venezolana que reproduce a nuestra raza.
No había tiempo para digresiones. Ella continuaba su
cuento.
-Nada más con los útiles uno se vuelve como loca
–prosiguió. –La escuela pide y pide pero ¿cómo se hace si no alcanza? Aquí los
únicos que tienen dinero son los que están metidos en mafias o los que andan
por ahí revendiendo carísimo. En el barrio los que tienen bastante dinero son
los malandritos que después que el gobierno les dio de todo, porque por allá
incluso fue una vez un concejal con una gente de la alcaldía y hasta motos
rifaban en unas bebederas de cerveza y anís que montaban, ahora no hayan qué
hacer con ellos porque andan robando a todo el mundo pistola en mano.
Ángel Arellano
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