Si los ojos de aquella mujer narraran todo lo que
han visto, capaz ofrecieran un relato detallado de la vida del venezolano
promedio, el que brinca charcos que crearon las tuberías rotas, invierte buena
parte de su tiempo en la irritable espera del autobús de turno o guarda en las
gavetas de la cocina algunas velas para iluminar la casa cada tanto, cuando el
apagón visita y se queda a dormir.
Ella descendía del bulevar de
comercios que hacen antesala al Hospital Luís Razetti de Barcelona. Caminaba
apurada con un trío de bolsas en la mano derecha, el morral de madre a cuestas
y la criatura entre sus hombros. Un pañuelo de una tela rosada y delgada, con
el centro transparente, producto del uso y desgaste, protegía al bebé del sol
anzoatiguense. El calor evaporaba cualquier atisbo de sonrisa en un rostro que
parecía invadido por el estrés y la incertidumbre.
Cuando una de las bolsas que
llevaba cayó al suelo, apresuré la marcha para ayudarla.
-¡Epa! Espérate. Aquí está tu
bolsa.
No era una mujer mayor, capaz tenía mi edad. Era
exagerado pensar que superara los 25 años. La bolsa contenía un paquete de 32
pañales y en su mano llevaba otro idéntico. Recordé que aquella mañana la gente
corría de un lado al otro, y a los pies del hospital, se observaba una fila de
más de 400 personas, de acuerdo con mis estimaciones a vuelo de pájaro:
esperaban comprar pañales en una farmacia, un producto atesorado en la
Venezuela de la escasez y el hambre.
-¡Coño! Gracias, creí que te la ibas a llevar
–respondió luego de un sorbo de aire que la tranquilizó.
-¿Y por qué me voy a llevar esos pañales? Eso no se
hace.
-Carajo, si eso es lo normal. La vez pasada estaba
en el (Abasto) Bicentenario cuando se armó un rollo ahí. La Guardia llegó justo
después cuando iba saliendo con las bolsas y me quedé sin nada por culpa de
aquél peo en medio del gentío. Menos mal que andaba sola.
Periodista al fin, no pude asfixiar una pregunta.
-Ah, pero no andabas con tu niña por ahí, que bueno.
-No es mi chama, es mi sobrina. La traje al hospital
anoche porque no le bajaba la fiebre y no conseguía un remedio. Hoy temprano le
dieron de alta porque no hay donde tenerla y le bajó la calentura. Me metí en
esa cola a ver qué había y compré rápido porque me vieron con la niña, porque
si no, bueno, estuviera llevando más sol que una teja.
La acompañé a cruzar la calle y se detuvo debajo de
la sombra que brindaba una panadería justo enfrente de la parada de camionetas
y camiones que hacen de transporte público.
-¿Cómo haces para cargar todo eso? –volví, curioso.
-Así como voy, con todo encima. No has visto nada.
Cuando se consiguen las cosas, la harina, la leche o la azúcar, a veces en los
chinos o en el mercado, uno aprovecha, y como venden regulado, cargas con lo
que te dejen llevar, si no ¿qué vas a comer?, ¿qué comen los carajitos? Uno
aguanta hambre a veces, pero los niños no tienen la culpa de lo que está
pasando –respondió.
Su aclaratoria fue un desahogo. Cuando agregaba
líneas al diálogo, inhalaba aire con fuerza, dejando entrever alguna dificultad
respiratoria de diagnóstico desconocido.
-A veces pareciera que fuéramos magos rindiendo la
comida, estirando todo, pidiendo fia’o,
de aquí para allá.
La criatura debajo del pañuelo contaba algunos meses
desde su llegada al mundo. Su vida, tan frágil, dependía de aquella mujer que
había dormido algunos minutos en los pasillos del hospital esperando la buena
nueva del médico de guardia para retornar a casa. Nunca abrió los ojos,
entregada a un profundo sueño en el sauna de los mediodías de barceloneses.
Ángel Arellano
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