De pequeño, recuerdo que entre las cosas
características de la navidad, además de hacer las hallacas en familia y ver
las casas del pueblo rebosadas de parientes llegados de todo el país, el
presupuesto de mi mamá se ajustaba para buscar solución a dos tareas
fundamentales: el regalo de noche buena y los “estrenos” (o la pinta del 24 y
31 de diciembre).
En mis primeros años de vida, mi madre,
maestra de educación especial en una escuela pública de Clarines, podía costear
con su modesto salario el regalo y algunas mudas de ropa nueva para la época
decembrina. Ropa distinta a toda la que se hubiese podido comprar durante el
año. Poco a poco, con mi crecimiento, las cosas fueron cambiando, sin embargo,
se mantenía la premisa de los “estrenos” como detalle sagrado en la navidad
venezolana. Así en todos los hogares de mis amigos, que no precisamente eran
nichos de abundancia y riqueza pues la estrechez económica siempre ha sido una
variable presente en el presupuesto de quienes venimos de sectores populares.
Cuando la crisis económica desatendida
(o promovida) por el gobierno de Hugo Chávez, se intensificó, al calor de su
consolidación en el poder (2004-2012), los “estrenos” se ajustaron a lo
estrictamente necesario: dos pantalones, dos camisas y un par de zapatos. Esa
era la constante en el barrio, los muchachos estrenaban básicamente lo mismo,
igual las damas. Algunos más y otros menos, pero todos dentro de ese marco. Sin
excesos pero contentos.
En la navidad de 2012, lo que antes era
común, comenzó a ser extraordinario: pocos estrenaban el par de mudas de ropa.
Algunos, con mayores posibilidades, sí lo hacían, pero no eran, ni por asomo,
la mayoría. La cosa se redujo a solo dos camisas nuevas, y, el año siguiente
(2013), no hubo nada nuevo con qué vestirse. Ningún “estreno”. La crisis se
tragó la costumbre, así como lo hizo con las hallacas, la pirotecnia, el jamón
ahumado, el whisky y ahora la cerveza: rubros imposibles en la vida del
ciudadano promedio.
El uso de ropa usada, lo que el argot
popular bautizó como “chivas”, no es nuevo, ni tampoco extraño. Resultaba muy
común ver a la gente “enchivarse” con los zapatos de algún amigo, las camisas
del papá, las medias de un hermano o una franela ajena. Lo que sí es extraño es
que ahora sea la norma, a consecuencia de la hiperinflación que se vive en
Venezuela.
Las estimaciones más conservadoras
indican que en lo que va de 2015, el país registra un 142% de inflación
acumulada, aunque la cruz que llevamos a cuestas nos dice que el aumento ha
sido de 1000%. Una medicina que costaba 30 Bs. en enero, en octubre subió a 700
Bs.; un repuesto de vehículo que costaba 1500 Bs., 10 meses después llegó a los
30 mil Bs.; y un kilo de carne que comenzó el año costando 250 Bs.
aproximadamente, ya va por 1200 Bs. El venezolano no sabe cómo calculan la
inflación, lo que sí sabe es que en su bolsillo el dinero no dura un segundo.
Desde el año pasado hemos visto cómo las
ventas de ropa usada se han multiplicado en todas partes, sobre todo en los
pueblos pequeños y las barriadas populares. Los precios de las prendas de
vestir nuevas son exageradamente elevados, cónsonos con el alto costo de la
vida.
En la tienda más modesta, un pantalón
supera los 15 mil bolívares, una camisa los 9 mil y un par de zapatos los 20
mil. Ni hablar de las medias y ropa íntima que también son sumamente onerosas.
Una muda de ropa esencial, fuera de toda marca rimbombante, puede costar cinco
o seis veces el salario mínimo. Por tanto, las “chivas” han ganado espacio.
En nuestra navidad bajo el signo del
chavismo, así como desapareció la felicidad y el abrazo fraterno sin distinción
de credos, también se extraviaron los “estrenos”. Hay que recuperar la alegría.
Ángel
Arellano
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