El quirófano de noticias
emite señales de intoxicación. El país está invadido por una oscuridad lúgubre
que lo cubre con informaciones alarmantes. Cada día, los síntomas de la
dictadura evidencian la erosión de la libertad y de la vida. Antes de que la
guerra haga metástasis, la sala de espera está repleta de escándalos
bochornosos que alimentan el descontento. El régimen ya no es régimen, sino una
banda de delincuentes que dirigen una nación sin ley.
Dificulto que la población se haya
acostumbrado a escuchar todos los días los vergonzosos titulares alusivos a la
revolución. No obstante, se acomoda como puede. Subsiste. Hay una frase que se
repite de casa en casa: “estamos esperando las elecciones para pasar factura”.
Desde el baño con dólares que se dio el hijo de
Maduro en la boda de una pudiente familia árabe, hasta la declaración pública
en la que el ex Ministro de Interior y Justicia y hoy gobernador de Aragua,
Tareck El Aissami, reconoció haber callado por lealtad al Comandante algunos hechos
de corrupción de su antecesor ex chavista y hoy informante de la DEA, han ido y
venido los más espeluznantes escándalos. La descomposición del país es profunda
y en todos los órdenes.
Venezuela es un Estado que se
muestra distante de la civilización. En las filas para comprar comida y
medicinas la gente lucha cuerpo a cuerpo con la esperanza de llevar algún
alimento a su hogar. Es un acto primitivo y deprimente. Todos nos encontramos
en tan lamentables circunstancias porque
nadie escapa del desabastecimiento y la carestía que nos trajo la ficción del
Socialismo del Siglo XXI.
Los destartalados hospitales
trabajan con 9 ó 7% de su inventario. El kilo de carne de res se vende en las
zonas populares en 700, 800 y hasta 900 bolívares. La lata de sardina superó
cómodamente la barrera de los cien bolívares en los Abastos Bicentenarios en
los que el “Precio Justo” no puede evitar la catástrofe de que el billete más
“fuerte” de la reconversión monetaria de Hugo Chávez apenas pueda comprar un
litro de aceite de soya. Estos son los escándalos del barrio.
A la sazón, nuestra tragedia es
aderezada por un nuevo titular de amplias magnitudes. El presidente del
Parlamento, el Capitán Cabello, se encuentra inmerso en una gigantesca red de narcotráfico que convirtió al
país desde hace una década en un puente efectivo para la exportación de droga a
nivel internacional. Todas las pruebas apuntan hacia él. Todas las miradas son
en su dirección. Quien debería conducir la casa de las leyes es vinculado a una
banda de mercaderes de la cocaína.
Asesinaron a un niño de 11 años en Cantaura. Sus
padres también recibieron disparos. Por fortuna ellos no murieron. Son
sobrevivientes del ataque inclemente de la delincuencia. El niño era miembro de
la Orquesta Sinfónica Municipal. ¿Interesa esto al gobierno? 20 de cada 100 mil
menores de edad mueren en Venezuela a manos de la violencia. Es un dato
irrelevante para un país cuyo Parlamento está dirigido por un narcotraficante.
Los escándalos pelean entre sí para ver cuál gana más
notoriedad. Se saltan el cerco de la censura. Llegan a todo el territorio por
las redes sociales y los teléfonos inteligentes que el gobierno aún no ha
podido controlar.
¿Hay suficiente papel para recoger todos los escándalos del
chavismo? No lo sé. Pero espacio en Internet sí hay. El odio prescribe, sin
embargo, la corrupción y la traición no.
Ángel Arellano
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