La gente se harta de la
política, pero la política no puede hartarse de la gente. El pueblo tiende a
cansarse de las incoherencias de los políticos, de sus errores y fracasos.
Puede hacerlo, con todo derecho además. Si la sociedad no rechaza el mal
proceder de sus dirigentes está confinada al terror y al totalitarismo.
La población se disgusta con la clase política por
no sentir conexión con su prédica y proceder. Un divorcio entre gobernantes y
gobernados, entre voceros y seguidores. Empero, la clase dirigente no puede
cansarse del pueblo, por algo la política es pública, no privada.
En tal caso, cuando la clase política sufre un
deslinde con la sociedad, la circunstancia exige reinventarse, cambiar, repensar:
un plan. Más cerebro y menos vísceras, más planificación y menos improvisación.
En buena medida Venezuela surca esta profunda crisis por el empirismo, la falta
de profesionales, capacidad y planificación en todas las áreas.
Desde hace años, políticos y pueblo no hablan el
mismo lenguaje. Esta dolencia no es a consecuencia de la Revolución
Bolivariana. Con ésta se profundizó e hizo metástasis, sí, pero es un cáncer
diagnosticado desde los primeros intentos de reformar el Estado en la mitad de
la década de los ochenta, cosa que además venía arrastrándose como una deuda
del sistema democrático.
En nuestro país, lo primero que se comenzó a
bachaquear fue la política. A inicio de los noventa, los minoristas del
pensamiento, con reflexiones trasnochadas y mal documentadas, salieron a la calle
como flautistas de Hamelín tocando una consigna rimbombante cuyo mensaje era
ficticio, emocional y estafador. Eran nuevos políticos hablando de
“anti-política”. Para su dicha, y para nuestra desgracia, recogieron cuantiosas
almas con las que organizaron la marcha hacia el cementerio, cargando en
hombros los restos del sistema democrático.
En la actualidad, luego de tres lustros de
flautistas y melodías que intensificaron el proceso de descomposición que venía
galopando desde finales del siglo pasado, la música ya no tiene oídos que la
escuche. Se quedó sin audiencia. El público se levantó de la sala, caminó a la
salida y lanzó un insulto a los organizadores de la función. Así estamos.
Quienes gobiernan no tienen liderazgo, tampoco una idea que les permita cumplir
con su tarea. Quienes se oponen a éstos tienen a sus principales líderes
perseguidos o en prisión. Carecen de un plan definitivo, con inicio, desarrollo
y fin: objetivos y métodos claros. El único plan es la elección parlamentaria,
para luego “ver qué sucede”. En rigor, no hay plan.
Las elecciones legislativas son
importantes. Hay que votar. Todo comienza y termina en una elección, o por lo
menos es así en un proyecto democrático. El gobierno vigente emergió como
mayoría en un proceso electoral y será reemplazado de la misma forma. No
obstante, las elecciones no son el único espacio de lucha. En buena medida la
desconexión entre el liderazgo político y la base social responde a la carencia
de un plan de movilización permanente. Las Primarias de la Unidad despertaron algunos
nodos del aparataje opositor, sin embargo, sigue faltando una agenda de
activismo nacional dedicada a la protesta cívica, al reclamo y a la agitación
permanente. Un solo mensaje, un solo plan. Ante semejante catástrofe no podemos
hacer de la elección la única tarea.
Ángel Arellano
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