Ayer Tiburón
Club reabrió sus puertas luego de estar cerrado durante los casi seis meses que
lleva el 2015. Una nueva edición del Festival Nuevas Bandas en Anzoátegui fue la
programación de la noche.
A pesar de que todo estuvo en el
sitio de costumbre, las tablas eran las mismas, el escenario el de siempre y
las marcas de las agrupaciones que han pasado por ese espacio siguen pegadas en
las paredes y puertas, el Templo tiene una esencia diferente. ¿Cómo no ser así
si estamos en un país cada vez más distinto?
La barra de Tiburón ya no es la
de antes. Cuando llegué al local y vi que el procedimiento para comprar
cualquier bebida pasaba por hacer una pequeña cola, recibir un tique y pedir el
trago, hice cortocircuito: “¿Qué pasó aquí? Esto nunca ha sido así”. Cambios.
Pareciera que el germen del papeleo y la lentitud tocó un sitio que, por lo
menos hasta el año pasado, se hizo popular por su informalidad, su falta de protocolo
y su buen rock and roll. De todo esto, lo último no ha sufrido modificación.
Todas las bandas que sonaron tienen un gran mérito. El simple hecho de estar
ahí, de seguir haciendo música en medio de la tempestad que angustia a la
nación, es una acción muy importante.
No sé cuántas veces he ido a
Tiburón Club. Son muchas. Demasiadas como para llevar registro. Nunca, nunca, nunca
se dejó de vender cervezas a mitad del show porque estuviesen congeladas. “¿Me
la vendes caliente pero con un vaso de hielo?”. “No”, la respuesta inesperada. Numerosas
veces se agotaron, pero nunca se congelaron en el camino.
¿Será que el receso de estos
meses desafinó la logística? ¿Algunos imprevistos alteraron la planificación?
No lo sé. Me perturba saber que la catástrofe de Venezuela es en todos los
órdenes, aun cuando sé que somos mayoría quienes damos nuestro aporte para
tener un mejor país.
La inflación disparó los
precios. Desde hace mucho tiempo salir a un local nocturno es un lujo. Sin
embargo, el Templo era un lujo que podíamos costear eventualmente. Podíamos. A
través de un ejercicio complejo imagino el sinfín de maniobras que deben hacen
para abrir nuevamente y no dejar de ser ese sitio que tanto hace falta.
Un amigo me
dijo una frase definitiva: “aquí hay mucha gente que tenía tiempo sin verse”. No
hay locales, no hay sitios de encuentro. Tras el reciente cierre de El Duende
Bar en Lechería oí a muchas personas preocupadas por el destino no sólo del
rock, sino del “encuentro”, esa palabra extraviada en la adversidad del diario.
Afortunadamente Tiburón Club volvió.
No sabemos hasta cuándo, ni si podremos ir como antes a sus muchos eventos. Es
un lugar común de cientos de personas que al margen del reggaetón y otros “bachaqueos”
de la cultura, ofrece albergue a las propuestas alternativas que la sociedad
reclama.
Espero no ofender a nadie con
este breve comentario. Felicitaciones a los propietarios del local por tener el
entusiasmo de regresar.
Ángel Arellano
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