Dijeron (y nos convencieron de) que este país era
rico. Rico por naturaleza. Rico por obra y gracia de Dios. Rico por bendición
de la geografía y los minerales. No por el trabajo. ¡Nada de eso! ¿Qué es el
trabajo? ¿Si somos ricos para qué trabajar?
También dijeron que el petróleo todo lo podía y todo
lo solucionaba. El petróleo, mentor y rector. Jefe y fuente inagotable.
Benefactor definitivo. No nos dijeron qué hacer, ni cómo. No hablaron de
producir ni de crear con nuestras manos. No hablaron de sembrar, pescar,
inventar, idear, estudiar. Llegó el petróleo y sólo había que cuantificar la
ganancia.
Ahora… ni hacemos, ni trabajamos, ni producimos, ni
comemos.
De todas las calamidades que colman nuestra sociedad
hay una que me preocupa más, atormenta diariamente con pasmosa puntualidad: la
densidad poblacional. Mientras en el país-circo todos observan la función, y
los ladrones gobiernan, las mafias hacen negocios, el dinero desaparece (porque
para colmo de males ahora hasta los billetes escasean) y los alimentos se
encuentran sólo en las redes del bachaqueo, el número de personas aumenta sin
ningún control. Nuevos venezolanos que demandan más asistencia social, más
educación, más viviendas, más puestos de trabajo, más áreas públicas, más
espacios de recreación, más calles y carreteras, más estacionamientos, más
urbanismos...
En 1981 la población era de 14 millones y medio de
habitantes. En 1990 superamos los 18 millones, llegando luego en 2001 a 23
millones y en 2011 a 28 millones (Fuente: http://www.ine.gov.ve). Hoy, por lo
que dicen muchos, somos más de 30 millones de venezolanos.
Un país con apenas un pequeño número de escuelas
operativas por encima de las que tenía hace 30 años, con un sistema de salud
pública colapsado (tanto el oficial-institucional como el paralelo creado a
partir de las Misiones del gobierno de Chávez), con servicios públicos en la
cuerda floja por la calamidad del crecimiento excesivo de las barriadas,
sectores populares, invasiones y ocupaciones ilegales que dan la vuelta al
cerro con nuevos asentamientos que en pocos años serán más extensos y habitados
que el pueblo o ciudad de origen, con una producción de alimentos infinitamente
menor a la que tenía 16 años atrás; ese país, con esas condiciones, es el que
crece en el vientre del embarazo precoz, de las matronas y de las familias que
sin recursos económicos ni planificación siguen trayendo al mundo nuevas
criaturas que vivirán en el caos existente.
¿Difícil de digerir? ¿Injusto? Capaz lo sea.
Si hay un problema que requiere discusión y atención
en Venezuela es su desmedido crecimiento demográfico. Los niños, y los bebés
que pronto serán niños, sólo ven y verán el desmoronamiento del proyecto
socialista impreciso e ineficiente que colmó de calamidades a la nación.
Esta preocupación no es una novedad. Intelectuales
de alto vuelo, y que estuvieron en puestos de comando del Gobierno Nacional
años atrás, advirtieron esta situación alarmante. Resalto a Juan Pablo Pérez
Alfonso y Arturo Uslar Pietri como dos eternos críticos de la política
poblacional. Venezuela, que en un primer momento abrió sus puertas a emigrantes
europeos y americanos, en procura de fortalecer su precaria mano de obra y
capacidad profesional, hoy está desbordada por sus propios hijos. De todos
nuestros males, el embarazo precoz ha sido históricamente desatendido. Y aunque
muchos lo obvien, porque es un tema impopular o porque en un país
mayoritariamente poblado por pobres no resulte “políticamente” atractivo (y
hasta contraproducente), requiere que alguien, o mejor, que todos, le metamos
el diente.
Ángel Arellano
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