Una explosión
social a menor escala censurada por los medios de comunicación de largo alcance
exceptuando las hasta ahora “libres” redes sociales (a pesar de que sean otro
espacio para la persecución).
La ola de
saqueos se desarrolló en varios puntos del país, todos con la coincidencia del
desabastecimiento. Guayana fue el foco más importante, el que captó toda la
atención. El saqueo es una respuesta a la escasez, y, aunque es un método
violento que por su naturaleza anárquica, destructora de la propiedad, se
distancia de los mecanismos cívicos y democráticos para exigir respuestas a la
crisis nacional, es una realidad que está allí, latente, muy presente en
cualquier región esperando para hacer erupción.
En Guayana,
el gobernador oficialista se encontraba concentrado en la “Expobolívar” para el
momento de los hechos. Un evento que reúne, según informó a la prensa, más de
300 expositores entre “inversionistas, productores, industriales y nuevos
emprendedores”. Esta es la ficción, la fábula narrada por el gobierno en la que
el estado Bolívar es un referente, un “polo en franco desarrollo” como lo
bautizaron los ingenieros de Harvard y el Massachussetts Institute of
Technology cuando participaron en el diseño de la ciudad de Puerto Ordaz hace
más de cincuenta años atrás sin saber que hoy sería ejemplo de caos urbanístico
y desorden existencial. En la vida real, la hemeroteca más simple recoge miles
de reportes, boletines oficiales, investigaciones y testimonios extraoficiales
que soportan la verdad verdadera: las empresas básicas de Guayana, emblema de
la región, tienen años en quiebra manteniendo sus gruesas nóminas con
asignaciones especiales del Gobierno Nacional sin generar ningún aporte al país
más allá de un modelo expropiación absurda de lo que antes era productivo y
rentable, para convertirlo en una rémora que desangra al Estado. De tal manera
que una “Expobolívar” sólo tendría lógica si exhibe las ruinas de la
Corporación Venezolana de Guayana, las mafias del oro y la contaminación de su
extenso reservorio natural, comenzando por “El soberbio Orinoco” de Verne.
En este marco
han ocurrido en Bolívar una serie de saqueos que cobraron la vida de un
ciudadano y dejaron más de tres decenas de heridos, de acuerdo con los números
oficiales. Igualmente, el balance arroja pérdidas materiales incuantificables y
una sociedad en shock.
El
espectáculo se apoderó de inmediato de la noticia. La imagen del charco de
sangre en que dio su último respiro el fallecido copó las redes sociales. En
segundos la expresión en todos los círculos sociales que conversaban sobre
estos hechos, era la siguiente: “¿Viste? ¡Aquí va a venir un peo!”.
Tras los
hechos de San Félix llegaron informaciones de otros altercados de menor nivel
pero que preocupan igual que el primero. ¿Por qué? Se ha subestimado la
reacción que puede tener la población general ante una situación de crisis que
asfixia a la familia venezolana y atenta contra su necesidad más inmediata: el
hambre.
Mientras el
show continúa en cadena nacional y los canales de televisión públicos y
privados no sólo obvian la tensión sino que suprimen la noticia de lo
acontecido en Bolívar; mientras el debate de la élite política de ambos
sectores está concentrada en el evento electoral, el oficial dedicado al abuso
y el opositor colocándole velas a “san acuerdo”; mientras el dólar sube y los
economistas hablan en su complejísima jerga sin que la mayoría comprenda;
mientras la cultura, la reflexión y la educación son elementos que no están en
la agenda del pobre porque su prioridad es comer; abajo, en la sociedad llana,
en la tierra y el asfalto, donde todos somos iguales, el descontento sigue en
vertiginoso ascenso, nuestra indiscutible bomba de tiempo.
No se puede
obviar el hambre de la gente. Rememorando unas palabras antisistema de Rafael
Caldera a manera de ilustración y no de invocar los hechos que la inspiraron,
podemos decir que “es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y
por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces
de darle de comer”. Y el problema es ese, la democracia, el respeto a un
sistema que funciona y funcionó en este país, pero que 16 años de condena lo
han mostrado, con el agregado de que buena parte de la sociedad convalida esta
aseveración, como un hecho borroso, impreciso, de difícil recuerdo.
Si algo nos
va a costar luego de esta crisis y de reinstitucionalizar el Estado, es
acostumbrarnos a producir, volver a ver los anaqueles llenos, volver a ahorrar,
volver a invertir legalmente, neutralizar el bachaqueo y mantener a raya al
abuso, la palanca y la rosca.
¿Queremos un
estallido social? ¿Queremos una vaguada de saqueos en todo el territorio?
¿Queremos que la democracia termine siendo un objeto inalcanzable en vez de un
fin en sí mismo? Recojo una reflexión que encaja en este momento, proviene de
un ensayo del filósofo español Julián Marías, citado por el doctor Ramón
Guillermo Aveledo en su discurso ante el “Diálogo con justicia por la Paz” del
año pasado: “Los políticos, los partidos, los votantes, ¿querían la guerra
civil? Creo que nadie la quiso entonces, pero ¿cómo fue posible? Lo malo es que
muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil, quisieron: a)
Dividir al país en dos bandos. b) Identificar al otro con el mal. c) No tenerlo
en cuenta ni quiera como pedido real, como adversario eficaz. d) Eliminarlo,
quitarlo del medio políticamente, físicamente si es necesario. Se dirá que esto
es una locura, lo era, encontramos la posibilidad de la locura colectiva o
social, de la locura histórica”.
No porque
algo esté quieto significa que deja de representar un peligro latente. A veces
el ruido ensordecedor viene precedido de un silencio sepulcral en el que nada
más se perciben algunas voces, ondas lejanas que claman por el orden y la
cordura. Un fragmento que no he dejado de referir últimamente es el siguiente, extraído
del libro “Ideología, alienación e identidad nacional” de la socióloga Maritza
Montero: “Lo que ha sido reprimido, suprimido y negado continúa ocupando un lugar
y no ha dejado de existir por el hecho de que haya sido ocultado e ignorado”.
Hay un volcán
esperando que el engranaje del reloj marque su tiempo. Nadie quiere que explote
pero nadie hace algo para evitarlo. Por un lado, el régimen protagoniza una épica
de agitación, confrontación, propaganda y uso de todos los poderes en contra de
su adversario. Por el otro, la disidencia resiste los embates con una debilidad
estratégica central: carecen de un plan común, pactado y acordado que
trascienda la coyuntura electoral ante una eventual sustitución del gobierno
vigente, bien por una victoria tajante sobre el chavismo en la Asamblea
Nacional, bien en un escenario de transición, bien en unas elecciones generales
anticipadas, bien en un referendo a Nicolás Maduro, etc. Los actores pueden
prevenir la erupción. El oficialismo querrá, como de costumbre, profundizar en
el clientelismo, las dádivas y el engaño. La oposición puede orientar el
descontento hacia una fulminante derrota del gobierno, un pase de factura que agrupe
a radicales, indecisos y “chavismo light” llamando a castigar la crisis a
través del voto, el principal activo de la democracia.
Ángel Arellano
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