¿Por qué se desató la violencia en la cola? ¿Por qué
dos mujeres iniciaron una pelea con tanta furia en el supermercado? ¿Por qué el
remolino de odio persuadió a otros que intentaron apartarlas y luego se unieron
al reparto de golpes, insultos y maldiciones? ¿Por qué los funcionaros
policiales que atendieron la situación terminaron rebasados por la trifulca y
por qué nadie se espantó cuando hubo disparos al aire y casi todos quedaron
inmóviles para no perder su puesto en la fila?
Lo primero: una mujer, “¡de
viva!”, se instaló por sorpresa en los lugares preferenciales (más cercanos al
portón) de la larga cola en la que cientos de almas esperaban el camión cargado
de productos regulados que se trasladaba hacia el supermercado. Sin embargo, el
vehículo tenía unas doce horas de retraso y extremó los ánimos de los
asistentes. La respuesta desproporcionada de otra mujer, que tiró por los
cabellos a la primera, atendió al cólera de tolerar más abusos en lo que ya
resulta una humillación: invertir muchas horas en comprar algunos alimentos.
La escasez ha disparado los niveles de violencia en
la sociedad. Existe una predisposición general de responder de la peor manera
ante una situación que atente con el puesto en la cola. Esta conducta se
evidencia igualmente en las personas que, en un intento por separar a las
féminas, terminaron sumándose a la golpiza.
Lo segundo: la Venezuela sin valores, el país en el
que ha predominado durante los últimos 16 años el lenguaje bélico, los
improperios, insultos y amenazas, recoge los frutos de su siembra: el
desbordamiento de la violencia. Hay odio en las calles, estupor, antagonismo.
La sociedad venezolana hoy se caracteriza por su insensibilidad. Las buenas
costumbres, los modales y la urbanidad son cualidades rezagadas a un fragmento
muy pequeño y en extinción. Ese odio, esa animadversión, sobrepasó la capacidad
de la policía para controlar la escena. La rabia desbordada mutó en algo
superior, pero, además, la respuesta de la gente, en conexión con esa reacción,
fue la de no moverse de su sitio, privilegiar el puesto de la fila por encima
de cualquier situación hostil.
Un último dato, quizá lo más esclarecedor. Al final
de la reyerta, todos en la cola murmuraban los detalles: quien intentaba burlar
a los presentes para ubicarse entre los primeros con opción a entrar al
supermercado era una “inspectora popular”, figura creada por la
Superintendencia de Precios Justos para velar por la correcta venta de los
productos regulados. Muchos en la cola conocían el proceder de esta combatiente
de la revolución por hechos suscitados en ocasiones anteriores, empero, los
oficiales de la Policía Nacional Bolivariana no habían atendido el caso y
terminó saliéndose de cauce. Las autoridades han promovido la impunidad y con
ella la arbitrariedad de quienes con una franela roja pretenden imponerse ante
la desgracia de todos los que esperan por la compra de productos de primera
necesidad.
“Lo que ha sido reprimido, suprimido y negado
continúa ocupando un lugar y no ha dejado de existir por el hecho de que haya
sido ocultado e ignorado”, refiere Maritza Montero en su estudio “Ideología,
alienación e identidad nacional”. Somos habitantes de la barbarie, coexistimos
con el desprecio y la repulsión. Tanto odio inyectado desde las esferas del
poder ha colocado a la sociedad en el centro de una espiral de violencia en la
que cualquier hecho, por mínimo que sea, puede terminar en un altercado, cuando
no en tragedia.
Ángel Arellano
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