-¿Cómo
te llamas?- le dije al muchacho que colocaba los alimentos en bolsas plásticas
luego de rodar por la bandeja del cajero en el pequeño abasto en el que
encontré (¡por fin!) el botellón de agua que buscaba.
-Manuel.
Gracias por su compra y no deje de visitarnos, señor- respondió alegre. Era su
coletilla de cierre. La usa para todos los clientes que tras aceptarle las
bolsas con las compras, le dejan propina.
-Gracias
chamo, no soy señor. Supongo que aún no. Soy otro chamo, solo que un poquito
más grande que tú. ¿Qué estudias?
-Sexto
grado… bueno, ya estoy en primer año.
-¿En
dónde?
-En
el (Liceo) Calatrava de Lechería.
-Ya.
Qué bueno. Rayaste las franelas blancas porque pasaste a ser camisa azul, me
imagino.
-No
señor. Las dejé para que mis hermanos estudien.
-¿Cuántos
son en tu casa?
-Cinco.
Mi mamá, mi papá, mis dos hermanos y yo. Les daré las franelas a ellos porque
todavía estudian en la escuela y no tenemos para comprar más.
Por
curiosidad, quise indagar más.
-¿Y
estudias mucho? ¿Por qué estás aquí trabajando?, pregunté.
-Estudio
en las mañanas y trabajo en las tardes. Ahorita aprovecho para trabajar todo el
día porque ando de vacaciones. Estoy reuniendo para comprar el uniforme. Mañana
voy a Puerto La Cruz con mi papá a buscarlo.
-¿Cuántos
años tienes Manuel?
-Doce,
señor. Soy el mayor en mi casa. Después de mi papá, obviamente.
-¿Y
cuánto debes reunir para comprar lo que necesitas?
-Bueno,
bastante señor. La semana pasada fuimos a ver unos zapatos más o menos. Estaban
en 1800 Bs. Hoy me dijeron que subieron y están en 2000 Bs. Mañana voy a ver si
puedo comprarlos.
-¿Y
qué más te hace falta?
-Bueno,
de todo. Usted sabe: cuadernos, franelas, lápices, reglas, compás… El morral se
me rompió el lapso pasado. Lo usaba desde primer grado. Demasiada pela le di.
Ahora llevo los cuadernos en la mano porque no tenemos para uno nuevo.
-¿Y
con lo que ganas aquí puedes reunir lo suficiente?
-No,
claro que no. Bueno, no creo. Yo aquí me siento en este banquito de acá, ayudo
a revisar los botellones de agua a ver si no están rotos, embolso las cosas y
la gente me ayuda con algo. El turco me da permiso de estar aquí sentado y como
soy un niño nadie se mete conmigo.
-Manuel,
pero no eres un niño. Eres un hombre, con responsabilidades de hombre y estás
asumiendo un compromiso con tu familia y con tu futuro al ser tan disciplinado.
Trabajar es algo importante.
-No
sé, señor. Lo que uno se gana aquí sí es verdad que no alcanza para nada. Ya el
año escolar va a comenzar otra vez y yo necesito comprar mis cosas para seguir
estudiando. Estas son mis vacaciones.
-¿Qué
otra cosa te gustaría hacer?
-Jugar
claro y pasear. Yo antes jugaba pelota pero me sacaron. Uno no puede hacer más
nada señor. Todos los días sube todo. Me lo dice mi mamá. Si yo compré un
Doritos hoy en 80 Bs. y la semana pasada lo compraba en 50 Bs. En estos días se
enfermó mi hermanito que tiene siete años y mi papá me dijo que no había
remedio para la fiebre. Entonces uno tiene que trabajar. Toque el bolso, vea,
tóquelo- me indicó, llevando mi mano al pequeño morral que tenía terciado en el
pecho. Estaba lleno de monedas de un bolívar, billetes de baja denominación y
uno que otro caramelo de menta, de esos que utilizan los cajeros para redondear
el vuelto de una cuenta.
Esto sucedió hoy. El reloj marcaba las siete de la
noche en Lechería. Buscaba algún comercio que vendiera botellones de agua pues
ahora están algo escasos. Sería extraño que no fuera así.
El diálogo duró unos minutos. En ese corto tiempo
escuché las palabras de este muchacho que apenas cuenta 12 años y trabaja para colaborar
con su humilde familia, de precarios ingresos y mucha necesidad. Así miles en
toda Venezuela. Así millones en el mundo. Paradójico que el socialismo
prometiera un apoyo cuantioso al estudio de los niños y jóvenes del país al
tiempo que destruía cualquier posibilidad de desarrollo en los planes de
asistencia al estudiante.
Escuchando a Manuel recordé los pantalones y las camisas
de la beca, o “bequeras”, como decíamos en la escuela. Estudié en una escuela
pública, al igual que él, pero en aquel tiempo, el preámbulo al
desmantelamiento de la democracia, aun subsistían algunos programas que
ayudaban a los estudiantes de bajos recursos. Como mi sitio de estudio era un
pueblo en el que las mayorías de las instituciones académicas estaban
calificadas como rurales, la totalidad de la matrícula recibía la dotación. No
olvido los morrales azules oscuros con las iniciales “ME” alusivas al
Ministerio de Educación. Cuadernos, lápices y libros, servían de apoyo y estímulo
para seguir estudiando.
En contraste, un estudiante sin
comodidades económicas, en el corazón de la metrópoli de Anzoátegui, solo cuenta
con el olvido del rentismo. El abandono del presupuesto nacional. Su poquito de
petróleo no llegó, así como las “canaimitas” que en algún momento le
prometieron pero que nunca entregaron. Así miles. Así millones.
Ángel Arellano
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