En el hospital Luís Razetti
de Barcelona los médicos recuerdan los reportajes que realizaba el periodista
Américo Hernández en sus años mozos. Él se encuentra internado por una de dolencia
que lo ha llevado a permanecer en el recinto durante un par de semanas.
Como del venezolano lo que más
recoge el mundo es su capacidad para demostrar afecto y solidaridad, asistí un día
cualquiera a visitar a Américo y llevarle un libro. Los minutos que transcurren
en el hospital se convierten en horas y las horas en días, haciendo de los días
semanas y de las semanas una eternidad. Cuando llegué a la camilla en la que
reposaba acompañado de su amable esposa, le entregué el ejemplar y hablamos. En
medio de la conversación decidió prestarme un libro que tenía junto a él. La
obra en cuestión era “¡Viven! La tragedia de Los Andes” de Piers Paul Read
(1974), el famoso relato sobre los deportistas uruguayos que se estrellaron en
las frías montañas que dividen Chile de Argentina. Aquella tragedia se hizo popular
en su tiempo cuando los sobrevivientes confesaron haber comido carne humana
para paliar el hambre durante 70 días de intemperie.
“¡Después de leer esto sé que lo que tengo es una
pica’ e’ plaga!”, me dijo Américo. La exclamación fue un lugar común. Si algo
nos caracteriza es nuestra capacidad de adaptación en las más deplorables circunstancias.
Solo miremos alrededor cuántas personas subsisten en medio de esta crisis sin
parangón.
Cuando bajaba las escaleras del hospital pensé en la
precariedad de su situación, en el deterioro de la infraestructura, en la miseria
de sus insumos y en el drama de quienes ahí laboran. Más de 20 mil médicos
venezolanos se han ido al extranjero en los últimos años. Las ruinas del país. Aquella
institución de primer mundo inaugurada en su ubicación actual en 1963 por
Rómulo Betancourt, ícono de la democracia moderna, y reinaugurado docenas de
veces por los gobernantes populistas de turno, es el símbolo de la decadencia
de la región. Cito una interrogante que Tomás Straka se hace en “La república
fragmentada” (2015): “¿cómo es posible que al cabo de los años más prósperos,
libres y pacíficos de la historia venezolana (lo cual no quiere decir que lo
hayan sido en términos ideales, sino comparados con lo ocurrido hasta entonces)
se llegara a tal sensación de fracaso?”.
A las 7 de la noche regresaba a casa. Y aunque corrí
con suerte porque mi vehículo estaba entero en el oscuro estacionamiento, en la
salida del hospital me detuvo una cola que duró por lo menos dos horas: motorizados
protestaban exigiendo a la morgue la entrega de un compañero fallecido. La policía
se desentendió del asunto. Patrullaban los alrededores pero no interactuaban
con los manifestantes. Algo similar había sucedido toda la semana en la
Universidad de Oriente, en donde encapuchados trancan la avenida, saquean
camiones y roban a estudiantes. Muchos pacientes que salían de alta, otros que
intentaban ingresar y varios que necesitaban salir rápido del sitio para
iniciar la angustiosa búsqueda de medicamentos, se encontraban en aquella cola.
Un par de días después el director de la Policía
regional ofreció a la prensa una declaración escalofriante: “Polianzoátegui
vigilará la UDO si le garantizan seguridad”. ¿Quién debe brindar seguridad a
quién? El que los responsables de resguardar a la sociedad pidan ayuda nos da
una idea de nuestra deplorable situación.
Ángel Arellano
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