16 años de propaganda
continua han hecho de la historia real un hecho ficticio y moldeable, y de los
hechos ficticios y moldeables, referentes de la nueva historia, la historia
construida a partir del relato oficial. Los antecedentes de la Revolución
Bolivariana son un castillo de naipes o un puré de plastilina, han modificado
cualquier eslabón del pasado lejano y reciente para asentar una justificación a
su proceder, costumbre por lo demás común en un país que ha pasado más años
dirigido por soldados de la fortuna que por instituciones sólidas.
El ir y venir del replanteamiento
(¡a juro!) de nuestra historia ha sumido a la nación en un clima de pesimismo
en el que tiene una posición principal el olvido de los logros que Venezuela ha
tenido como país a lo largo de más de 200 años de Estado independiente. A estas
alturas de la crisis, pareciera que a la par de la economía, el país también
hizo default: instituciones, tradición legal, acervo histórico y patrimonio
cultural cayeron en una suerte de “crash” que suprime todo el pasado para
privilegiar el caos de la actualidad como única realidad.
El ascenso del chavismo remató el desprestigio del
sistema democrático que lo antecedió, y sentó las bases para lo que ha sido una
lucha sin cuartel erosionando los avances que permitieron edificar el país que
existía y, que en buena medida, es el que ha servido de base para que no
terminen de desplomarse las estructuras de papel de la Revolución.
Gisela Kozak en su libro “Venezuela, el país que
siempre nace” (Alfa, 2008), refiere que la guerra contra la institucionalidad y
la nueva historia escrita desde el espectáculo gobiernero “nos ha hecho perder
o ignorar los instrumentos ganados a través de tantos años de historia:
partidos políticos, tradición literaria y cultural, instituciones educativas,
logros legales y constitucionales. No es casualidad entonces que la revolución
bolivariana proponga cambios radicales pues contempla la sociedad e historia
venezolanas como un solo y gigantesco error corregible por la voluntad suprema
del soberano redimido por el caudillo Hugo Chávez”.
En “La república fragmentada” (Alfa, 2015), Tomás
Straka incorpora algunas reflexiones para luchar contra el olvido de lo ganado:
“Sumergidos en las angustias de sus momentos críticos, (los venezolanos)
olvidaban que la sociedad había alcanzado las metas trazadas, al menos muchas
de ellas: consolidar la república, la nacionalidad y la burguesía; sofocar
tensiones raciales, en 1870; garantizar la paz y generar crecimiento, en 1908;
sentar las bases para una sociedad democrática y capitalista, en 1958. Eso pone
el balance más hacia el éxito que hacia el fracaso, por mucho que un venezolano
agobiado por la delincuencia, las deudas, la inflación, las turbulencias políticas
y el miedo, no pueda, legítimamente, verlo así o, viéndolo, encuentre poco
consuelo en ello”.
El éxodo de cientos de miles de venezolanos y el
desarrollo de la crisis económica ha replanteado la discusión sobre la nación
que hemos sido y la nación que somos. Recordemos
que el chavismo ha cambiado todo cuanto ha podido para dibujar Venezuela a su
imagen y semejanza (desordenada, endeudada, corrupta y caótica), no obstante,
nos aventuramos en la empresa de sugerir una definición de nación que consideramos
oportuna: de acuerdo con Benedic Anderson, citado por Kozak, la nación no es
sólo una entidad política, geográfica y jurídica, sino también una
“construcción imaginaria, una narración que obedece a una historia, unos
intereses, a una visión que se transforma en el tiempo”.
El
Estado de transforma, se reforma y cambia, y así debe ser, pero el sentido de
nación se mantiene y no olvida, no puede hacerlo, pues olvidar es eliminarse.
Ángel Arellano
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