Desde el fondo del autobús observaba a ratos la fila
de hombres y mujeres que soportaban los treinta y ocho grados del calor
oriental. Ese día, la brisa se había extraviado. Los pasajeros no podían
mantener la mirada en un objetivo fijo por mucho rato. El viaje era acompañado
con bruscos movimientos en zigzag sugeridos por el tráfico de la avenida y las
irregularidades del asfalto.
“Ta’ vacía’o. Suba, suba. ¡Cárcel Vieja, Chica, Fuente!”,
gritaba el desesperado colector. Su modulación era tan rápida como atropellada.
En un abrir y cerrar de ojos podía mencionar 5, 6 ó 7 estaciones. Las paradas
no tienen nombre, son un grupo de puntos distribuidos al azar por la dinámica
popular, una repartición que se hizo en honor al bochinche. Las vías que
conectan la zona norte de Anzoátegui están aderezadas por el diccionario de la
costa y no por los cuadrantes del Plan de Desarrollo Urbano Local olvidado en
los archivos de la burocracia.
En un autobús de 42 puestos nos congregamos poco más de
60 personas. En la fila, la fricción de los cuerpos generaba molestia. “Esto
huele a cabuya de marinero”, exclamó una señora miembro de ese club llamado la
“tercera edad”. Acto seguido, el colector discutía con un grupo de muchachos de
camisa azul. Arbitrariamente la unidad había decretado el rechazo a todos los
boletos preferenciales. El pasaje estudiantil quedó sin efecto. La indignación
era un acuerdo tácito.
Finalizaba la tarde. Casi todos venían de su faena
diaria, la mal pagada jornada laboral. Una docena de amas de casa cargaban con
las compras del día. Aquellos rostros mostraban la fatiga de muchas horas en
alguna cola. Faltaban productos.
Las paradas se han quedado sin autobuses porque éstos
cada vez son menos. No huyeron, siguen en la zona, pero no están en
funcionamiento. Se encuentran en algún taller, algún galpón o terreno baldío,
alguna calle o vereda cómplice que los recibe una semana, o dos, o varios
meses, mientras el azarado chofer resiste la peregrinación de la búsqueda de
repuestos. Son rehenes de la escasez y la inflación.
En la zona norte, por lo menos un 50% de los autobuses se
encuentran inoperativos. El gobierno ha activado una manada de unidades chinas,
rojas, con pantallas electrónicas para escribir vivas al socialismo, cuyo único
atractivo es el aire acondicionado, pues corren con la misma suerte de los
vehículos paganos: el canibalismo se apoderó de los estacionamientos de estos
autobuses “revolucionarios”. Los mecánicos desarman uno para mantener con vida
a otro. Es una especie de donación de órganos forzosa de la cual depende la
existencia de ese paciente crítico que es la movilidad de los ciudadanos de a
pie.
Todos dentro del autobús comparten la misma desgracia: el
desabastecimiento, los altos precios y la inseguridad. Nadie se salva.
Pasajeros, colector, chofer y vehículo son víctimas de los flagelos que vive la
Venezuela actual.
En las paradas están miles, millones, esperando que la
suerte caiga del cielo y les permita retornar a casa. Quienes no pueden subir
al transporte, arrancan la travesía a pie. Tiempo después, no sabemos si
llegaron a sus hogares. La calle, además de huecos, oscuridad y basura, tiene
muchas balas, el único producto que se consigue en todos lados.
Ángel Arellano
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