(Versión original)
*
Desde el
fondo de la unidad observaba a ratos la fila de hombres y mujeres que soportan
los treinta y ocho grados del calor oriental. Ese día, la brisa se había
extraviado. Quienes viajábamos en el autobús no podíamos mantener la mirada en
un objetivo fijo por mucho rato. Un puñado de segundos eran acompañados con
diminutos movimientos en zigzag sugeridos por el tráfico de la avenida y las
irregularidades del asfalto.
“Ta’ vacía’o.
Suba, suba. Cárcel vieja, chica, fuente”, gritaba el desesperado colector. Su
modulación era tan rápida como atropellada. En un abrir y cerrar de ojos podía
mencionar 5, 6 ó 7 estaciones. Las paradas no tienen nombre, son un grupo de
puntos al azar en la dinámica popular, una repartición que se hizo en honor al
bochinche, la idiosincrasia nacional. Las vías que conectan la zona norte de
Anzoátegui están aderezadas por el diccionario de la costa y no por los
cuadrantes del Plan de Desarrollo Urbano Local olvidado en los archivos de la
burocracia.
En un autobús
de 42 puestos nos congregamos poco más de 60 personas. En la fila, la fricción
de los cuerpos generaba molestia. “Esto huele a cabuya de marinero”, exclamó
una señora miembro de ese club que en Venezuela no tiene beneficios, llamado la
“tercera edad”. Acto seguido, el colector discutía con un grupo de muchachos de
franela azul porque arbitrariamente la unidad decretó el rechazo a todos los
boletos preferenciales. El pasaje estudiantil quedó sin efecto. La indignación
era un acuerdo tácito.
Finalizaba la
tarde. Casi todos venían de su faena diaria, la mal pagada jornada laboral. Una
docena de amas de casa sostenían con sus piernas las compras del día. Aquellos
rostros mostraban la fatiga de muchas horas en alguna cola. Faltaban productos.
El dato propagado por la televisión oficial que afirma que Venezuela es el país
más feliz del mundo, era combatido por las almas que iban en el autobús.
**
La ruta
exigía trasbordo. Cuando el colectivo se detuvo en alguna parada con un nombre
no registrado, un mar de almas se había amontonado para subir. Esta muchedumbre
tenía quizá una o dos horas esperando, un espacio de tiempo similar al que yo había
demorado en el centro de Puerto La Cruz para conseguir un transporte que me llevara
a casa.
Las paradas
se han quedado sin autobuses, cada vez son menos. No huyeron, siguen en la
zona, pero no están en funcionamiento. Se encuentran en algún taller, algún
galpón o terreno baldío, alguna calle o vereda cómplice que los recibe una semana,
o dos, o varios meses, mientras el azarado chofer resiste la peregrinación de
la búsqueda de los repuestos. Son rehenes de la escasez y la inflación.
En la zona norte,
por lo menos un 50% de los autobuses se encuentran inoperativos. El gobierno ha
activado una manada de unidades chinas, rojas, con pantallas electrónicas para
escribir vivas al socialismo y cuyo único atractivo es el aire acondicionado,
pues corren con la misma suerte de los vehículos paganos. El canibalismo se
apoderó de los estacionamientos de estos autobuses “revolucionarios”. Los mecánicos
desarman uno para mantener a otro con vida. Es una especie de donación de
órganos forzosa de la cual depende la existencia de ese paciente crítico que es
la movilidad de los ciudadanos de a pie.
Las paradas
dan cancha a una larga espera. En algún momento, no tan lejano, sólo la
acostumbrada señal con el brazo, o el agudo silbido de costumbre, detenía
diversas busetas, carritos y autobuses de todos los tamaños que pasaban gritaban
sus rutas en busca de clientes. Era un intento de competencia en un mercado que
tenía muchos demandantes. Hoy día, pasan sin saludar, van saturadas de
pasajeros. Paradójicamente, todos dentro del vehículo comparten la misma
desgracia: el desabastecimiento los ha tocado, los altos precios los espantan y
están aterrorizados por la inseguridad. Nadie se salva. Usuarios, colectores,
choferes y vehículos son víctimas de los flagelos que vive la Venezuela actual.
***
Una hora
después, tomé una pequeña buseta. Las ventanas eran cuadros de cartón y cinta
adhesiva que adornaban la estadía. El hombre tras el volante nos contó en el
trayecto que durante un robo algunos disparos quebraron casi todos los vidrios.
No obstante, la buseta sigue siendo un empleador importante: con ella se lucra
el propietario que la alquila a un intermediario, quien se encarga a su vez de
rentarla al chofer y éste recluta un colector, la más de las veces menor de
edad. El vehículo cumple con la misión de alimentar todas esas bocas de la
cadena. El intento es titánico, así la historia de todos los transportistas.
En las
paradas están miles, millones, esperando que la suerte caiga del cielo y les
permita retornar a casa. Quienes no pudieron subir a la buseta, arrancaron la
travesía a pie. Tiempo después, no sabemos si llegaron a casa. La calle, además
de huecos, oscuridad y basura, tiene muchas balas, el único producto que no ha
escaseado.
Ángel Arellano
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu nombre y correo electrónico.
.:Gracias por el comentario:.