Cuando pregunté en el salón “¿quiénes quieren
graduarse para irse del país?”, la respuesta fue escalofriante, aunque
esperada. Quizá faltaron pocas manos en alzarse. Ocho o seis de un total de
treinta y cinco que asistieron aquella clase. La tristeza tras esa situación
hizo retorcer un estómago que venía descompuesto desde la temprana lectura de
los titulares de prensa en los que apenas quedaban líneas para saber una que
otra noticia positiva de la literatura o la música.
Las últimas actuaciones del gobierno han hundido
hasta el foso todo reducto de credibilidad que flotaba en la mente de algunos
optimistas del “proceso”. Ocho de cada diez venezolanos no quieren que continúe
esta pesadilla. No obstante, seguimos soñando despiertos.
Venezuela, un país que se acostumbró en la década
perezjimenista y durante la bonanza petrolera de los setentas a recibir
caudales de inmigrantes de todas las latitudes en búsqueda de un futuro más
promisorio, y que además acogió en su seno a exiliados de los autoritarismos
militares de Latinoamérica, ha terminado desangrada, con un precario inventario
de mentes, recurso humano que brega en la espantosa rutina que vivimos.
Ahora, el país emisor de prosperidad y democracia
(mal que bien pero esto fue así), sólo transmite pobreza, precariedad, angustia.
Todos los días emigran cifras aún incuantificables por el deficiente Instituto
Nacional de Estadísticas. Compatriotas que huyen del desastre chavista. Destacan
médicos, ingenieros, científicos, investigadores, docentes, artistas, cultores,
economistas, emprendedores, inversionistas y miles de jóvenes risueños con
ganas de construirse un futuro más apropiado a los nuevos tiempos.
Es sabido que los salarios de los profesionales en
Venezuela son de hambre. Hay que tener dos, tres, cuatro trabajos, matar
tigres, hacer tortas, vender helados y cualquier otra actividad en el
exhaustivo rebusque de unos recursos que
permitan pagar las obligaciones mensuales. Con lo que gana un maestro, una
enfermera o un albañil no alcanza siquiera para hacer el mercado más simple con
qué alimentar una familia de dos personas.
Después de 2005 la huida se ha multiplicado y en los
últimos años los emigrantes representan un número pasmoso. ¿Pero qué vamos a
hacer? ¿Vamos a seguir complaciendo a quienes acabaron con la nación? ¿Vamos a
dejar que mientras un minúsculo grupo exhibe su riqueza mal habida las grandes
mayorías sigamos pasando hambre, haciendo colas y muriendo en las calles?
El
país no ha transitado por tanto para que lo dejemos morir. ¿Pensamos
que sería distinto? ¿Acaso debía ser de otra manera con el grupo de corruptos
que gobierna? Los que están mandando no tiene razones para detener la crisis. De
ahí vienen y hacia allá van. Sigue
haciendo falta la "oposición que se oponga" como dijo Petkoff, sí,
pero toda la ciudadanía tiene un papel en este baile. Cada quien debe aportar
desde su espacio. Presión, protesta, crítica, movilización. No hay colores, no
hay parcelas, no puede haberlas. Sólo una bandera: salir de este problema antes
de que sea tan insostenible que se quede sin alternativa.
Todos deben aportar y existe
una grata realidad: hay muchos compatriotas que desde el extranjero lo están
haciendo. Empujar por aquí, empujar por allá. Cada mano que se sume es
necesaria. Cierro con una reflexión que
se le escapó a la radio en estos días hablando de la gigantesca diáspora de
nuestra gente: “Nos vamos de Venezuela, pero Venezuela no se va de nosotros”.
Hay que luchar.
Ángel Arellano