Hace 23 años atrás, con la intentona golpista del
cuatro de febrero, el "por ahora" y la reivindicación de su aparición
como soldado de la fortuna, Chávez recibía desde el pequeño cuarto que lo
hospedaba en Yare a escritores, periodistas, intelectuales, abogados,
militares, políticos y a los futuros miembros del movimiento que lo ayudaría a
dar la estocada en el suicidio de la democracia.
Sus familiares no tuvieron problemas en el ingreso al
pabellón de visitas. Su estadía, como se ha evidenciado en fotografías, cumplió
con el respeto a sus derechos fundamentales. Además, se le garantizó, como
"ñapa" de las instituciones democráticas que años después serían
desmanteladas, una serie de privilegios que auparon su permanencia en la opinión
pública: primero como anexo secundario o terciario de los temas de interés
nacional, y luego, en 1998, como punto estelar.
Así pues, ofreció entrevistas a comunicadores de
valía que difundieron textos al respecto en medios nacionales e
internacionales, incluso se publicó aquel conocido libro que sigue sirviendo de
referencia para auscultar la propuesta anterior del caudillo: "Habla el
comandante" de Agustín Blanco Muñoz. Todo ayudó para que esta causa, que
en el momento no era clamor nacional, permeara en esa idea consolidada de que
el sistema hacía ascuas y necesitaba un cambio de raíz con nuevos actores.
Chávez salió de la cárcel no por una medida humanitaria,
ni porque la ONU, la OEA, los parlamentos del mundo, las organizaciones más
connotadas en la defensa de los derechos humanos, o líderes históricos de la
democracia, exigieran su liberación. Su prisión alcanzó los dos años y fue
absuelto por el Presidente de la República, residuo del sistema de conciliación
entre movimientos políticos que mantuvo al país en paz durante los 40 años de
la democracia.
Ya en libertad, Chávez tuvo todas las protecciones y
garantías de rigor para movilizarse por el país pregonando un mensaje que no
precisamente podía ser calificado como defensa de la misma institucionalidad
democrática que lo devolvió a las calles.
Ahora bien, 23 años después, Leopoldo López, quizá
el preso político de más relevancia internacional que haya tenido Venezuela
desde la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, y me perdonan los
eruditos pero no recuerdo la existencia de otro con cualidades similares,
cumple un año en una celda cuyas dimensiones desconocemos, sometido a la
violación sistemática de sus derechos fundamentales y arrojado a las miserias
de la tortura constante que ejecutan sus carceleros sin reparo alguno por parte
de la "justicia injusta".
Es un preso por atentar contra el autoritarismo que
instaló Chávez, no con armas ni conspiraciones militares, sino con ideas y
movilización ciudadana. A diferencia del difunto golpista, López sí es una
causa nacional. Ha trascendido hasta ser mencionado por los líderes más
importantes del mundo. Parlamentos enteros exigen su liberación. A esta demanda
se han suscrito desde la ONU hasta todas las organizaciones pro derechos
humanos que tengan cierta incidencia en el mundo.
No sabemos de las comodidades de López en su celda.
Sabemos, sí, del sufrimiento de su familia, del lamento de todo un país que
observa el sistema democrático en ruinas, urgido de una recuperación a partir
del activismo, la protesta y la presión en todos los escenarios.
Ángel Arellano
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