Un video que corre por internet, reenviado en eternas cadenas de correos electrónicos que van de hogar en hogar, captando la atención de algún miembro de la familia que lo comenta en su círculo social, muestra la cruda verdad de una realidad que tiene años pero que no se cansa de hacer añicos nuestra seguridad personal. Un muchacho, de unos veinte años vestido con un jean, zapatos deportivos y un suéter es abaleado por dos delincuentes que buscan robarle su teléfono en pleno centro comercial.
La cámara de seguridad ubicada en la entrada principal registra todo lo sucedido sin perder un instante, fija e inmutada ante la desgracia que se le presentaba al frente. Detrás de ella, en los monitores, un cuerpo de vigilancia y seguridad privada que nunca llegó al sitio del suceso. Todo ocurrió, muestra el video, y no hubo siquiera un policía cerca de ahí que pudiera calmar la tragedia.
Varias personas atraviesan primero las puertas corriendo, despavoridas por algo que ocurría. Acto seguido entra el joven que recibe dos impactos de bala y forcejea para que no le arrebaten su BlackBerry, el dispositivo inteligente que más se vende en Venezuela, el que está de moda robar y el que seguramente debe cobrar más vidas cuando hay un homicidio por robo de un celular.
Un individuo propina las detonaciones con el arma de fuego que apenas sabe manejar, puesto que se le tranca tras cada disparo, se muestra inexperto: todas las características de que es novato. Quien sabe y sería su primer muerto. Dispara, dispara y dispara. Ha perdido la cuenta, sólo se ven los candelazos de la pistola que el video no pierde de vista, y es ahí cuando entra un compañero de la pandilla que lo ayuda a terminar el forcejeo anexando cuatro tiros más al indefenso joven que ensangrentado pide clemencia.
Al irse la pareja de asalto, el maleante número uno remata con seis o siete disparos al muchacho que suelta el teléfono ya sin vida. Queda en el piso con la sangre que luego de unos 20 impactos el arma de fuego logró sacar del cuerpo de lo que fue un joven con sueños y cuya vida costó igual que un celular. Historias como estas caminan a diario Venezuela, la recorren gritando que no hay valor en nuestra seguridad y debemos recuperarlo. Los intereses carcomen estos valores que tienen que volver.
Todos tenemos el mismo precio, desde el hijo del campesino que cuida la casa del patrón en lo lejano de una finca que probablemente sea expropiada en nombre de la revolución, hasta la muchacha cuyo apellido le abre las puertas por la ostentosa cifra que su familia representa en el mercado. Ante el hilo de la delincuencia y la muerte, la tensa recta de estar vivo o muerto, es lo mismo ser rico o pobre.
Sólo hay un punto álgido en el que esa diferencia tiene de verdad relevancia y es cuando el protagonista propina un delito contra alguien o desaparece su vida. El hijo del campesino pasará sus próximos cumpleaños tras las rejas del abominable sistema penitenciario nacional, escondido de cualquier foco de reinserción, mientras que la muchacha adinerada sale por la puerta de los privilegiados que controlan la justicia: antes los grupos económicos, ahora la boliburguesía y rojos en el poder.
Ángel Arellano
www.angelarellano.tk
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