El desasosiego abunda. La
angustia se convirtió en el rasgo más característico de la crisis. Desde la
distancia sólo se expresan preocupaciones y críticas en medio de la zona de
guerra en la que se convirtieron los sectores populares y urbanizaciones producto
de la delincuencia. Las avenidas y puntos de concentración son plazas de la
represión política. A lo interno, el venezolano está cada vez más expuesto a un
deterioro progresivo de su fuerza espiritual. La insania mental y pérdida de la
fe son dos elementos recurrentes en los testimonios de las infinitas colas.
Cada quien llora su relato buscando desahogar el descontento.
También abunda la imprecisión. No
son pocas las incoherencias del oficialismo, pero, para nuestra desgracia, no
dejan de preocupar las del sector opositor. Incluso, son las que más inquietan,
pues, en medio de esta hecatombe social, de este sinsentido desparramado a la
mitad de la que los sabios han catalogado como la última década en la que el
petróleo tendrá importancia, la propuesta alternativa se muestra difusa. Sin
embargo, no podemos dejar de rescatar que hay un empuje colectivo, un impulso
desde el rechazo a la crisis, reivindicador del liderazgo opositor. Quizá este
manto no cubra a toda la dirigencia. Es posible que sea así y no hay razones
para que sea de manera distinta: la actitud, la acción y el discurso varía en
matices de acuerdo a las diversas posiciones que se muestran en la acera de
enfrente. Lo que nos lleva a pensar, y a intentar creer, a veces con fervor, a
veces escépticos, que hay una salida, un camino distinto por el que transitar.
Inquieta la juventud. En los
primeros 60 días de 2015 van siete estudiantes fallecidos, un centenar ya
pasaron por las jaulas de las comandancias policiales y los que sufren la
tortura de “La Tumba”, en el Servicio Bolivariano de Inteligencia, siguen desvariando
por no tener noción del tiempo. Éstos últimos padecen desnutrición, frío
intenso y lo que los expertos diagnostican como “torturas blancas”. “La Tumba” se
mantiene cinco pisos bajo tierra, hospedando a los enemigos más incómodos del
régimen.
A propósito del Sebin, este
organismo que en brevísimo tiempo se ha ganado el cólera de las mayorías
nacionales por sus actuaciones al margen de la Ley y los abusos constantes
contra ciudadanos disidentes, de seguir así, estimulando el odio y el rencor,
intuyo que su historia puede terminar en una suerte de símil al ocaso de la
Seguridad Nacional. Aquella institución perejimenizta se labró tanto la
repugnancia de la sociedad, que terminada la dictadura miles de manifestantes quemaron
sus sedes y liberaron los presos.
Recuerdo un cuento de mi abuelo. Él vivía en el 58
en Caracas y desde una azotea miró cómo el 23 de enero la gente prendió en
llamas el cuartel general de la Seguridad Nacional. Apalearon funcionarios,
arrastraron esbirros. La muchedumbre tenía muy presente las heridas que habían
ocasionado durante años estos desalmados bajo órdenes de unos pocos que se
enriquecieron y tras la primera turbulencia cogieron un avión y le dijeron
adiós a todo el daño que hicieron. Esperemos que esta historia no termine así y
se hagan notorios gestos de civilidad y perdón. No obstante, sí perturba que el
régimen no crea en aquello de “quien a hierro mata no puede morir a sombrerazo”.
Se abrigan en la impunidad, la misma que tienen más de tres lustros sembrando
sin parar.
A un liceísta le pregunté en la
calle, justo antes de comprar unos cambures para la semana: “¿Qué pasó mi
pana?, ¿cómo está la vaina?”. Tomó su tiempo y me dijo: “Escasa chamo, hasta la
vaina está escasa”.
Ángel Arellano
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