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martes, 22 de abril de 2014

Un relato de hoy


por Ángel Arellano

            Salgo temprano a paso apurado. Como de costumbre, un libro entre manos culpable de cualquier tropiezo que se presente en el trayecto. Entre páginas los desniveles de la acera son espacios para escuchar insultos de choferes que aterrizan en las colas. Pareciera una revuelta sobre ruedas. Odio colectivo.
El país tiene años vuelto un laberinto. Las calles antes desiertas son vías de escape para el colapso diario de las avenidas principales. Camino desde Boyacá hacia Barrio Sucre. Barcelona es campo minado. Huecos y cloacas son parte del concierto de saltos que hay que dejar para llegar de un lado a otro. Pocas ciudades menos transitables en el mundo como las venezolanas. Es, sin duda, el mayor logro urbanístico de la Revolución Bolivariana.
Inflación y escasez en autopartes y accesorios para vehículos: 2.200 Bs. cancelados en una tienda por una palanca de control de luces. Una pieza de plástico que no supera 15cm de longitud. Barrio Sucre, el centro de ventas por excelencia de repuestos y frenos de la zona norte de Anzoátegui, es sitio donde las respuestas más populares son: “No hay”, “años sin tener eso por aquí mi primo”, “qué va, eso por no se encuentra”.
Desde ese punto a la Avenida Juan de Urpín, sitio en el que está el taller de mi vehículo, hay calles cerradas con cauchos y alcantarillas oxidadas en forma de reclamo a las autoridades para que solventen tal desastre. Huecos que ya no son huecos, mutaron en cráteres, recinto de aguas negras y enfermedades para las familias de la zona.
En el taller, un galpón grande con unos 40 vehículos en reparación, muchos choferes pensando dónde ubicar lo que falta para salir al ruedo nuevamente. A unos metros hay un comercial asiático, como tantos en cada rincón de la Patria bonita. Nada barato, todo al borde de un infarto.
Pasa a la caja un señor de unos 50 años. Lleva tres latas de atún, un paquete de pasta, un litro de chicha, un cartón de huevos, salsa de tomate, unas galletas de soda, avena en hojuelas y dos pastas dentales. Preguntó con 300 Bs. en la mano: “¿Cuánto es chino?”. “720 bolívares”, responde el cajero. “¿720?, ¿bueno y qué rompí yo? Revísame bien eso”, dice enérgico el señor. “Si, vea, son 720”, finalizó el asiático.
El don cargaba una biblia gruesa, subrayada y llena de apuntes. De ahí sacó los otros 420 Bs. para completar. Su reacción fue pegajosa, colérica. Toda la fila se sorprendió. Tanto dinero por tan poco.
De regreso a Boyacá una morena embarazada de unos 22 años caminaba con una señora que llevaba pujando unas bolsas con caraotas y verduras. Escuché: “El doctor me dijo que el estudio eran 1200 bolos mamá, de dónde si yo lo que gano son 2500”. El salario mínimo de Venezuela es de 3.270 Bs., unos 60 dólares al cambio Sicad II. ¿Cómo hará esa futura madre? Sabrá Dios.
Poco después, una venta de frutas. Media patilla pide un abuelo, agrega algunas guayabas y un kilo de cambures. La muchacha le dice, “son 90, esa patilla cuesta 50 bolívares. Eso fue hace tiempo que era barato”. Lo dejó así, el viejo se fue sólo con los cambures. Pobre hombre. Llegar a esa edad y no contar con el dinero para comprar las frutas es algo denigrante.
Unos docentes comentaban en la entrada de la Casa del Maestro que uno compró un kilo de café al doble de la semana pasada y otro un melón grandísimo por más de 130 Bs. Todos tienen un relato parecido: que los cuadernos están por las nubes, que la resma de papel es un lujo, que no consigue los libros que pidieron en la escuela, que la canaimita se dañó y más nunca se supo cómo resolver eso, que vestir a un niño ahorita cuesta Dios y su ayuda.
El relato de hoy, el cuento de la inflación y la escasez, son nuestros mayores tormentos como sociedad. Al final del trayecto una señora corriendo a un taxi porque su hijo le ubicó un bombona de gas en Puerto La Cruz. Degradante y real.

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