por Ángel
Arellano
Salgo temprano a paso apurado. Como de costumbre, un
libro entre manos culpable de cualquier tropiezo que se presente en el
trayecto. Entre páginas los desniveles de la acera son espacios para escuchar
insultos de choferes que aterrizan en las colas. Pareciera una revuelta sobre ruedas.
Odio colectivo.
El
país tiene años vuelto un laberinto. Las calles antes desiertas son vías de
escape para el colapso diario de las avenidas principales. Camino desde Boyacá
hacia Barrio Sucre. Barcelona es campo minado. Huecos y cloacas son parte del
concierto de saltos que hay que dejar para llegar de un lado a otro. Pocas
ciudades menos transitables en el mundo como las venezolanas. Es, sin duda, el
mayor logro urbanístico de la Revolución Bolivariana.
Inflación
y escasez en autopartes y accesorios para vehículos: 2.200 Bs. cancelados en
una tienda por una palanca de control de luces. Una pieza de plástico que no
supera 15cm de longitud. Barrio Sucre, el centro de ventas por excelencia de
repuestos y frenos de la zona norte de Anzoátegui, es sitio donde las
respuestas más populares son: “No hay”, “años sin tener eso por aquí mi primo”,
“qué va, eso por no se encuentra”.
Desde
ese punto a la Avenida Juan de Urpín, sitio en el que está el taller de mi
vehículo, hay calles cerradas con cauchos y alcantarillas oxidadas en forma de
reclamo a las autoridades para que solventen tal desastre. Huecos que ya no son
huecos, mutaron en cráteres, recinto de aguas negras y enfermedades para las
familias de la zona.
En
el taller, un galpón grande con unos 40 vehículos en reparación, muchos
choferes pensando dónde ubicar lo que falta para salir al ruedo nuevamente. A
unos metros hay un comercial asiático, como tantos en cada rincón de la Patria
bonita. Nada barato, todo al borde de un infarto.
Pasa
a la caja un señor de unos 50 años. Lleva tres latas de atún, un paquete de
pasta, un litro de chicha, un cartón de huevos, salsa de tomate, unas galletas
de soda, avena en hojuelas y dos pastas dentales. Preguntó con 300 Bs. en la
mano: “¿Cuánto es chino?”. “720 bolívares”, responde el cajero. “¿720?, ¿bueno
y qué rompí yo? Revísame bien eso”, dice enérgico el señor. “Si, vea, son 720”,
finalizó el asiático.
El
don cargaba una biblia gruesa, subrayada y llena de apuntes. De ahí sacó los
otros 420 Bs. para completar. Su reacción fue pegajosa, colérica. Toda la fila
se sorprendió. Tanto dinero por tan poco.
De
regreso a Boyacá una morena embarazada de unos 22 años caminaba con una señora
que llevaba pujando unas bolsas con caraotas y verduras. Escuché: “El doctor me
dijo que el estudio eran 1200 bolos mamá, de dónde si yo lo que gano son 2500”.
El salario mínimo de Venezuela es de 3.270 Bs., unos 60 dólares al cambio Sicad
II. ¿Cómo hará esa futura madre? Sabrá Dios.
Poco
después, una venta de frutas. Media patilla pide un abuelo, agrega algunas
guayabas y un kilo de cambures. La muchacha le dice, “son 90, esa patilla
cuesta 50 bolívares. Eso fue hace tiempo que era barato”. Lo dejó así, el viejo
se fue sólo con los cambures. Pobre hombre. Llegar a esa edad y no contar con
el dinero para comprar las frutas es algo denigrante.
Unos
docentes comentaban en la entrada de la Casa del Maestro que uno compró un kilo
de café al doble de la semana pasada y otro un melón grandísimo por más de 130
Bs. Todos tienen un relato parecido: que los cuadernos están por las nubes, que
la resma de papel es un lujo, que no consigue los libros que pidieron en la
escuela, que la canaimita se dañó y más nunca se supo cómo resolver eso, que
vestir a un niño ahorita cuesta Dios y su ayuda.
El
relato de hoy, el cuento de la inflación y la escasez, son nuestros mayores
tormentos como sociedad. Al final del trayecto una señora corriendo a un taxi
porque su hijo le ubicó un bombona de gas en Puerto La Cruz. Degradante y real.
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