Florida es un bulevar
altamente transitado por argentinos y extranjeros. Todo el que visita Buenos
Aires tiene la necesidad de ir por esta peatonal en búsqueda de algún suvenir.
Mientras escribo estas líneas en mi celular, un joven de unos 24 años camina Florida
con una cesta. En su interior, una caja de Toronto, otra de Samba y una lata de
Pirulín. Estos tres productos son los eternos referentes comerciales de los
dulces hechos con el cacao venezolano. La cesta no tiene identificación, solo
una pequeña bandera de papel que simboliza el origen de la mercancía y del
mercader: Venezuela.
El joven salió del país hace un par
de meses e intenta establecerse, surcando los sacrificios del destierro, en una
de las ciudades más cosmopolita del continente. La Argentina navega la crisis
que dejó el kirchnerismo, y, para bien de ese pueblo, la alternativa de cambió
ganó el reciente proceso electoral. Es bueno acotar que en comparación con la
catástrofe que se vive en Venezuela, la crisis argentina es minúscula.
Para redondear la exigua cifra de sus ahorros, y así
costear el alquiler de una habitación pequeña y el menú más discreto, el joven
vende lo que trajo en su equipaje: chocolates y ron. Esta práctica, que para el
mundo parece increíble, cuando no sacada de una libreta de ficciones, se ha
hecho habitual desde hace un par de años. Insólito: la Venezuela chavista, la
del gasto a manos llenas, la de la petrochequera, la que regaló cientos de
millones de dólares en obras públicas a sus gobiernos amigos, hoy no puede dar
empleo, paz ni oportunidad a miles de jóvenes profesionales que se encuentran
dispersos en todo el mundo laborando cualquier oficio menos en el que fueron
instruidos por universidades nacionales.
Hay quien afirma que los venezolanos en el
extranjero gozan de abundantes privilegios y disfrutan de las mieles de un país
ajeno. Nada más falso. Ni mieles ni abundancia. La historia de este joven lo
comprueba.
Los análisis políticos manejan diversas hipótesis sobre
las elecciones del 6 de diciembre. Afortunadamente todas tienen la siguiente
base: la oposición mantiene amplio de margen de ventaja, como nunca antes
visto, sobre el chavismo. Primero: Nicolás Maduro y el PSUV dan un portazo a la
elección y declaran fraude, suspenden las elecciones o desconocen sus
resultados. Segundo: la oposición gana y el chavismo lo reconoce. Tercero: el
chavismo gana en sus circunscripciones tradicionales y, más la suma del voto
lista, obtiene el 50 más uno de los diputados.
De todos los escenarios, el que parece más real y
soportado en prácticas que el chavismo ha llevado a cabo los últimos 16 años,
es el segundo. Sin embargo, como refirió recientemente Moisés Naím, puede que
la aceptación de un eventual triunfo de la oposición por parte del gobierno esté
acompañada de la limitación en algunas facultades de la AN amparadas por el
Tribunal Supremo de Justicia. En esta práctica la Revolución Bolivariana tiene
numerosos precedentes: reforma a la Ley de Descentralización (2009),
eliminación de diversas competencias a gobernaciones y Alcaldía Metropolitana
de Caracas, recorte de recursos a gobiernos opositores, entre otros.
El discurso de Maduro se ha mantenido encaminado a
la convocatoria de un conflicto social. Ante esa encrucijada, la ciudadanía
venezolana, más allá de su clase dirigente, debe preservar el civismo
democrático para demostrar al mundo que sus ganas de cambiar son más grandes
que cualquier otro anzuelo de la violencia. Así veremos regresar, más temprano
que tarde, a los miles de compatriotas que, como el joven que vende chocolates
en Buenos Aires, anhelan un país libre y en paz.
Ángel Arellano