“Hambre, hambre, hambre...”.
El viejo no consiguió ayuda para empujar su
destartalada camioneta. La batería, rendida con ácidos y rezos hasta el último
aliento, había llegado a su prolongado desenlace final. El viejo reunió fuerzas
que hacía tiempo no veía para empujar la camioneta algunos metros más adelante,
alejándose lo más posible de aquel abasto del barrio Brasil en Cumaná. Minutos
después, la muchedumbre inició el saqueo, acabando con aquella propiedad de un
inmigrante asiático. El viejo se subió al techo de la camioneta con un palo en
la mano para alejar a todo aquel que se acercara a su fiel vehículo. Cumplida
la hora, se hizo presente la policía disparando y arremetiendo, dejando heridos
y llanto. Al viejo le encajaron tres o cuatro carajazos que le dejó la
estampida. Solo un par de vidrios de la camioneta soportaron la revuelta. El
viejo terminó bastante golpeado en la emergencia de un hospital ruinoso, con la
esperanza de volver al sitio para irse empujado su cacharro.
“¡Saquearon la pollera”, sonó el grito a lo lejos.
Luego pasó un muchacho bastante joven corriendo con cuatro aves recién asadas
en la mano. Jamás imaginaron los conquistadores, 500 años atrás, que “La
Primogénita del continente americano” sufriría tanta hambre a pesar de su
exuberante naturaleza y sus gigantescas potencialidades.
A la altura del Parque del Oeste Alí Primera en
Catia, cientos de caraqueños se congregaron a primera hora de la mañana para
protestar por la falta de comida. En Gato Negro, otro sector popular, se hizo
lo mismo, un símil a escala de las trifulcas registradas en las calles de
Cumaná, Barquisimeto, Barcelona, San Cristóbal, Mérida, Maracaibo, Valencia,
Maracay, y otras, durante las últimas dos semanas. A cada rato alguien habla de
toque de queda en las cadenas que envían por Whatsapp y otras redes sociales, oficializando
un decreto emitido por la delincuencia desde hace varios años.
En cada ciudad del país, en cada pueblo y caserío,
hay un hambre que no consigue alimento y cientos de
enfermedades que no encuentran medicinas. Los productos de aseo personal son
joyas extrañas, casi olvidadas. La humillación no tiene límites. Ciudadanos de
todos los colores sudan a chorros en las colas de los supermercados, de las
bodegas, de las farmacias, de las gasolineras, de las tiendas de repuestos, de
las ventas de cauchos y baterías.
Los pequeños estallidos sociales de las últimas
semanas han movilizado más gente que el reventón del Caracazo. El doble, el
triple… no sabemos cuánto.
Junto a la vidriera de un Farmatodo capitalino, una
mujer y sus tres hijos pusieron en práctica un nuevo método para robar impuesto
por la crisis. Esperaron a algunos de los que hicieron la fila para comprar
algunos artículos y los abordaron en la salida. “Señora, no la voy a dejar
pasar. Deme lo que tiene”. “Mujer, pero si no tengo nada no ves que vengo de
hacer la cola ¿qué coño puedo tener? ¡Mátame!”. “Mis hijos y yo tenemos hambre.
Dame el pan y las galletas esas que llevas ahí”. “Toma vale, qué desgracia. ¡Quédate
con esa vaina!”.
La gente grita "¡Tenemos hambre!" y el
gobierno, sumergido en su estupidez, responde "¡Tenemos Patria!". La
sangre llega al río, basta saber cuánto hace falta para que el caudal arrastre
la represa, las casas y lo que queda de país.
En medio del ruido, alguien a lo lejos habla de
diálogo. Se intentan algunas señas llamando al “entendimiento nacional”. Por un
lado, el gobierno liquida cualquier iniciativa de reorientar la política de la
catástrofe, por la sencilla razón de que ellos la encarnan, el caos es su inspiración.
Por el otro, el Parlamento empuja una y otra vez las reformas necesarias. La
primera de ellas, sacar al gobierno del poder, a como dé lugar.
El diálogo es una quimera, qué atrocidad...
Ángel Arellano
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