La
pérdida de apoyo popular de los gobiernos progresistas en América Latina trae
consigo una preocupación implícita: la ausencia de ideas para afrontar los
retos que imponen las nuevas dinámicas económicas. La izquierda, golpeada por
sus propios errores, ha demostrado carecer de elementos para reordenarse y
salir del atolladero. Los ejemplos de Venezuela, Brasil, Argentina, Ecuador,
Bolivia, y (distante pero también dentro del espectro) Uruguay, evidencian cómo el progresismo que se presentó fértil a principios de siglo, se ha quedado sin
agenda, preso de una retórica afilada en tiempos de bonanza pero errante en
tiempos de ajustes y recortes.
Un par de interrogantes nos llaman la atención: ¿Tienen
capacidad las izquierdas para renovarse desde las derrotas? Y, al margen de
esto, los sectores que desde la oposición han venido avanzando para asumir el
control ¿traen algo nuevo? ¿Hay algo inédito en las nuevas derechas
latinoamericanas? En resumidas cuentas: ¿inicia la región un periodo con
gobiernos más pragmáticos que idealistas?
La
ola progresista impuso programas de reformas radicales en lo discursivo, en lo
diplomático, en lo económico, sin embargo, su estilo de gobernar no distó mucho
de las prácticas de los partidos tradicionales en sus países. En puntos clave
como la descentralización se echó marcha atrás, lo mismo en el diálogo político
con la oposición y en el fomento de un clima de entendimiento con reglas claras
dentro del sistema político. La izquierda, que en casi todos los casos llegó al
Ejecutivo con mayorías parlamentarias, aplicó con comodidad su proyecto. Fue el
cambio de una élite por otra, con transformaciones en cuanto al reparto de la
riqueza, a la redistribución, a la participación, pero con un fuerte componente
de autoritarismo como en Venezuela y Argentina, y de pretensiones continuistas
como en el resto de los países mencionados.
Pablo Stefanoni propone la siguiente reflexión: “Al final de
cuentas, las perspectivas de radicalización de la democracia promueven eso (su radicalización),
no la transformación de los procesos de cambio en formas de régimen que ahogan
el debate interno, alinean militarmente a los militantes, premian más las
lealtades oportunistas que la eficiencia y la honestidad intelectual en un
simulacro ‘leninista’ que no solo podría no ser deseable sino que básicamente
no es eficaz frente a las ‘nuevas derechas’ que se expanden en la región.
Después, solo podremos contentarnos con la consoladora ‘épica de la derrota”.
Por
otro lado están las derechas, o lo que la izquierda ha posicionado como las
derechas: todo aquello que esté fuera de su órbita. Plantean restaurar el
sistema democrático en los términos de las constituciones nacionales, apelando
al diálogo interpartidista como condicionante fundamental de la gobernabilidad
y la estabilidad.
Siguiendo
a Verónica Giordano, la calidad de la democracia de hoy es concebida más por la
capacidad del sistema político de demostrar una inclusión efectiva de la
ciudadanía en la toma de decisiones, y por los elementos ligados a la igualdad
y a la justicia social, que por los postulados tradicionales del término
“democracia”. Citamos: “antes la democracia era concebida solo en su dimensión formal
(democracia política); hoy es defendida, aunque más discursivamente que en las
prácticas políticas, en términos de sus contenidos: democracia social o
inclusiva. Para ello, las derechas se sirven de un eficaz instrumento de ayer y
de hoy: el consensualismo”. Y ha sido este consensualismo un factor
determinante en los sectores que vienen desplazando a la izquierda del poder en
la región: el gobierno de Cambiemos en Argentina, la coalición que lidera
Michel Temer en la presidencia interina de Brasil, la experiencia de la MUD en
Venezuela que ganó la mayoría del Parlamento, todos ejemplos claros de
consensos logrados por los sectores alternativos al progresismo. El consenso
como práctica y programa, como forma y fondo. “Un eficaz instrumento de ayer y
hoy”. Nada nuevo.
Ángel Arellano
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