La crisis política en Brasil
tiene un gran impacto en toda la región. Es un espectáculo, sí; es lamentable,
también; y es el reflejo de una cultura política, de una forma de hacer las
cosas. No obstante, el que la justicia brasilera haya decidido avanzar
vigorosamente en una investigación que ha puesto tras las rejas a docenas de
empresarios y dirigentes políticos por casos de corrupción que lesionan
gravemente las finanzas públicas, requiere, por decir lo menos, el apoyo de la
sociedad latinoamericana que mira expectante cómo los referentes de lo que en
un momento fue la ola progresista, terminan salpicados, divididos y con un
gigante rechazo popular, producto de su mal manejo de los recursos públicos y del
abuso de poder para financiar campañas electorales y garantizar su permanencia
en el gobierno.
“En Brasil es así: cuando un pobre
roba va a la cárcel, pero cuando un rico roba se hace ministro”, dijo en 1988
el entonces diputado federal Lula da Silva, quien 27 años después, en una
maniobra para salvarlo del proceso judicial que se le adelantaba por
corrupción, terminó nombrado como Jefe de Gabinete de su sucesora, Dilma
Rousseff.
El caso Petrobras-Partido de los
Trabajadores-Empresarios-Da Silva-Rousseff, ha tenido altos y bajos, y ha
generado una intensa polémica seguida con atención por buena parte de la
sociedad global, con mucho énfasis, como corresponde, en América. En su
desarrollo, se han visto eventos propios del espectáculo circense, como la aprensión
a Lula para comparecer ante el juzgado o la votación de los diputados del
Congreso para aprobar el juicio político. Errores, me atrevo a decir, propios
de una clase dirigente (en todos los poderes) que a la hora de elegir entre la
política serena y sesuda, y el show televisivo, decantó por esto último, dando
paso, incluso, a la victimización de los victimarios.
Se ha hablado en abundancia sobre el
juicio político (“impeachment”) a Rousseff, y, como es de esperarse, los
aliados “progresistas” ha dicho que es una causa meramente política sin
sustento, un “golpe de Estado”. ¿Y qué es un juicio político sino una acusación
política? Es un procedimiento, constitucional, en el que las cámaras del
Congreso establecen la responsabilidad de los funcionarios del Estado ante un
acto u omisión de éstos en perjuicio del interés público. ¿Acaso un Presidente
no tiene responsabilidad ante el maquillaje de la deuda pública, postergar
transferencias a estados y municipios, y tomar préstamos de bancos estatales
para demostrar “orden” presupuestario durante su campaña para la reelección?
Nuevamente esta “izquierda” plantea
la dicotomía absurda con la que evalúa todas las acciones políticas: si somos
nosotros, el “progresismo”, quien apoya tal medida o acción, aun cuando se
violen los derechos humanos, se incurra en ilegalidades o se intenten encubrir
escándalos de corrupción, es bueno; y cuando es otro actor, es malo. No caben matices
ni medias tintas. Es la lucha del bien contra el mal en los términos de una
clase política que recoge las cenizas de una batalla ideológica obsoleta y
vacía ante los retos del mundo en la actualidad como el avance de la tecnología
y el Internet en cada átomo de la vida humana, el deterioro ambiental y el
desarrollo sustentable.
Cualquier cosa viene bien para hablar de lo que no
hay que hablar: la izquierda, mayoritariamente pseudo izquierda, fracasó en su
intento de cambiar el mundo e imponer proyectos de gobierno luego de que sus
modelos de gestión comenzaran a hacer ascuas pasado el boom de las materias
primas en la década anterior y que los escándalos de corrupción socavaran su
base electoral.
Al corte de hoy, los
latinoamericanos tenemos que preocuparnos mucho más por el legado de gobiernos
progresistas como el de Brasil que impactan duramente a la región, y por la
demostración incivilizada del show de esta clase política que intenta ocultar
su retirada, que por el descalabro de una presidenta.
Ángel Arellano