Como sostiene Stuart Mill en
“Consideraciones sobre el gobierno representativo” (1861), las instituciones
políticas, los gobiernos y la cultura ciudadana son obra del hombre, quien debe
su existencia a la voluntad humana. “Los hombres no las han encontrado formadas
de improviso al despertarse una mañana. No se parecen tampoco a los árboles,
que, una vez plantados, crecen siempre, mientras los hombres duermen”. Así
pues, “como todas las cosas debidas al hombre, pueden estar bien o mal hechas,
puede haberse desplegado al crearlas juicio y habilidad, o todo lo contrario”.
De tal manera que los sistemas
que rigen la vida de nuestros países son la consecuencia directa de la acción
de sus ciudadanos. Esto puede estar bien o puede estar mal. Los ejemplos son diversos
y las realidades están a la vista. Un célebre discurso del premio nobel de la
paz y ex presidente de Costa Rica, Oscar Arias, sostiene una frase que tiene un
peso gigantesco para todos los latinoamericanos y, muy especialmente, a todos
los que ciudadanos de países que pasan por profundas crisis económicas,
políticas y sociales como Venezuela. La frase en cuestión no deja lugar a
medias tintas, ni a interpretaciones matizadas: “algo hicimos mal”.
En el mundo, el poder político
se ha convertido en una facultad que pierde vigor. Cada vez es más difícil de
ejercer y más fácil de perder. Es éste el argumento de Moisés Naím en “El fin
del poder” (Debate, 2013). Tomemos como ejemplo un hecho sumamente reciente:
¿Quién iba a pensar en 2011 que el bipartidismo español iba a terminarse cuatro
años después y que el Presidente del Gobierno, luego de la victoria de su
partido pero sin lograr la mayoría absoluta en el Parlamento, diría en su
primer discurso tras el evento electoral que iba a “intentar formar gobierno”?
Ahora, en España, la correlación de fuerzas políticas incorpora otros factores,
como el partido izquierdista Podemos (afecto al chavismo), y Ciudadanos,
organización de centro derecha.
El poder ya no es lo que era, y,
como consecuencia de esto, “el cambio”, el argumento número uno de cada
elemento político que se asoma a la palestra buscando su eventual ascenso,
tampoco lo es.
Si la sociedad no respalda la
labor de los poderosos, o por lo menos no mayoritariamente, y decide fragmentar
su apoyo en una diversidad de actores, es porque, además de que “algo hicimos
mal”, la percepción del cambio es distinta. Ahora, la ciudadanía tiene gran
número de herramientas para expresar su opinión sobre el sistema que los rige. La
revolución del Internet y las redes sociales no ha pasado en vano.
Hoy en el mundo hay más democracias que antes (69 en
1990 y 118 en 2013), salvo lamentables excepciones como la venezolana que, a
pesar de elegir a sus representantes por medio de elecciones, los abusos del
Estado, las restricciones a la libertad de expresión y la persecución a la
disidencia, no la salvan del condicionamiento como autoritarismo.
El que algo se haya hecho mal no
nos obliga a seguir por ese camino. La rectificación es necesaria. Mill asegura
que el mecanismo político no obra por sí mismo: “Así como fue creado por
hombres, por hombres debe ser manejado”.
En Venezuela, hay una
oportunidad maravillosa de orientar nuevamente el sistema hacia una senda
democrática. El autoritarismo ha visto su poder erosionarse progresivamente.
¿Quién iba a pensar en 2006, luego de que Hugo Chávez fue reelecto con casi el
63% de los votos, que en 2007 los estudiantes universitarios evitarían en las
urnas la reforma de la Constitución? Y ¿quién iba a pensar que apenas dos años
después de su muerte, la oposición iba a ganar las dos terceras partes de la
Asamblea Nacional mientras su “legado” hace aguas?
“El cambio” es posible y hoy en
día pareciera la norma en todo el planeta.
Ángel Arellano
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