Las
calles de Boyacá se convirtieron en un rosario de malas noticias. Cada visita
al mercado de Tronconal, al “Chino”, a la carnicería o a la improvisada venta
de frutas y verduras que ocupa la esquina de lo que una vez fue “La Casa del
Maestro”, son una oportunidad para presenciar el descontento de las personas.
Así, toda Venezuela. No hay sitio que muestre una realidad distinta.
Luego
de una conversación en la que el calor oriental causó estragos y rompió la
formalidad para dar paso a las vísceras, el señor con el que hablaba, desde
hace quizá 15, 30 ó 45 minutos, no lo
sé, me dijo: “Este será uno de los diciembres más tristes para la gente. ¡Qué
peladera! Voy de aquí para allá, de allá para acá y lo que encuentro es queja,
reclamo y pelea. No hay ni con qué limpiarse por allá abajo”. Asentí, total,
¿qué podía hacer? ¿Acaso era mentira?
Cuando
el sentimiento es mutuo, el acuerdo entra sin tocar la puerta. Apenas un minuto
de silencio y volvió: “Pero dime tú, todavía donde vivo hay gente que cree en
esto. Pocos. Son cada vez menos, eso sí. Pero todavía existen chico. ¿Quién
apoya a estos muérganos que nos quitaron hasta las ganas de ir al baño? Mi hija
vive en Brasil, se fue un día por carretera y más nunca la vi. Pero me llama. Me
llama siempre. Me dice ‘papá aquí hay Harina Pan por demás, aquí hay leche de
la que busques y pollo bastante. No es ese pollo que llevan pa´ Venezuela, este
es un pollo bueno, una cosa sabrosísima”.
Quien
habla es don Manuel, tiene 72 años. Cuando nació, el país vivía un espejismo de
progreso democrático, solidez económica y coherencia administrativa. Hice un
intento de pregunta: “Señor Manuel, pero…”. Liquidó mi respuesta. Siguió
hablando y seguí oyendo.
Expresó:
“Mira, te voy a decir una cuestión carajito. Cuando yo estaba en la escuela
(1950, tiempos de Pérez Jiménez) recuerdo que mi papá le echaba pichón
trabajando y así nos sacó adelante. No fui a la universidad, no porque
estuvieran acabadas como ahorita, sino porque me hice empresario. Microempresario,
como le llaman. Monté un negocito de frutas y así me hice hombre. Crie cuatro
muchachos, hijo. Cuatro. Tres hombres y la carajita que me partió el alma
cuando se fue a vivir a otro lado. Mis hijos no vivieron lo que yo viví. Es
triste. Ahora andan por ahí dos de los varones, porque a uno me lo mataron. Uno
de ellos tiene la ‘chichingunya’. En esta broma ni fumigan. Qué buenos han sido
los del gobierno para robar».
El
lamento es de ambos. La impotencia se hace un pacto que no necesita documentos.
En
la esquina de la vereda, al lado de una mesa que sostiene algunas ruedas
grandes de queso blanco, y muy cerca de un tarantín que vende frutas, vecino de
otro que oferta productos escasos a precios poco populares, un viejo afila el
cuchillo. Antes de proceder a picar el pedido de un cliente, confirma el breve
relato de don Manuel: “Sí es verdad, mijo. Yo también viví eso. Soy obrero
jubilado, tengo mi pensión y aquí estoy, vendiendo queso a 250 el kilo. Cuando
lo consigo. Ya la plata no alcanza”.
Una,
la generación de la Venezuela pujante, la que se hizo añicos con los años, la
que vivió el suicidio de la democracia. Otra, la oyente, creciendo en medio de
este caos, abriendo entre torpezas un camino que tiene más claridad en el
extranjero que en las tripas de esta tierra enferma, pobre, que cae por un
despeñadero, sin muro de contención.
Ángel Arellano
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