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lunes, 27 de agosto de 2007

(Especie de ensayo o artículo expresivo de gran envergadura)


Quién ha de imaginarse tanta belleza terrenal en un espacio tan pequeño. El caso de Venezuela es la completa excepción. La imaginación y la ambición más espeluznante de un artista nunca podrían con la tarea tan complicada de diseñar una naturaleza y unos paisajes de tanta preciosura como los vistos en éste país. La demasía y variedad de exóticas imágenes que quedan retratadas en nuestra mente por la hermosa tierra venezolana es inevitable. Pero en esta república tan bella, y con un pasado histórico que enorgullece a la América toda, existe un defecto como en todos lados: es uno de los países más violentos e inestables política, económica y socialmente en el mundo. El progreso de los gobiernos que sucesivamente han pasado a tomar las cadenas que “dirigen” a Venezuela, le han dejado, una y otra vez, profundos huecos o, mejor dicho, cráteres por donde brota a chorros sangre negra y roja.
A través de los años la desgracia del analfabetismo y la pobreza crítica ha inundado las barriadas y sectores residenciales de bajo capital económico. La salud y la seguridad, siendo derechos humanos, han sido pisoteadas hasta exprimir la última gota de dolor en los rostros de las víctimas y sus familiares. El asesinato, con el paso de los años, y de los gobiernos donde los peces gordos son los que están seguros, ha evolucionado al punto de ser común en una comunidad. El odio y la violencia que deja la ignorancia, son dos hampones que construyen estadísticas deprimentes y traumatizantes para los habitantes de Venezuela. La inseguridad ha llegado a un punto en el que es preferible no salir y morir de hambre a salir y morir tiroteado. La sangre es algo normal en el pavimento, y es éste, el único testigo de las muertes que ocurren a diario. No hay refugio para esconderse de asaltantes y homicidas. Estas personas, quienes a veces lo hacen por una necesidad que puede ser solventada de otra forma, no voltean a ver tus pasos ni lo que has vivido: en las calles lo único que interesa es lo que cargues puesto (ropa) o lo que cargues encima (dinero). Y, es el dinero el factor elemental en la masacre de los pueblos.
Aunado a éste fruto de la codicia y de la ambición llamado dinero, se encuentra la necesidad de unos pocos por obtener y conservar a cualquier precio un poder que es dañino para la sociedad. Sea poder económico, político, o cualquier otro existente, el poder es un mal que cuenta con los días de existencia de La Tierra y la humanidad. El poder nunca ha buscado una respuesta de ayuda para los pueblos ni para la naturaleza, su absoluta respuesta es solo él mismo: más poder. Y es el poder el causante de tanta desgracia y mala organización en la sociedad venezolana. Una sociedad completamente dividida entre burgueses y obreros, entre políticos y ciudadanos, entre adinerados y pobres, entre intelectuales e ignorantes, entre jefes y súbditos, entre líderes y seguidores,… entre explotadores y explotados. Ese puesto tan babeado por los pobres de corazón pero ricos en estrategias devastadoras, que mienta llamarse poder, es la silla que anhelan los que quieren lacayos. Son los esclavos, bajo las órdenes de su amo, quienes estiran por todo el país las cadenas de la opresión. Y es el amo, quien controlando el mando económico para después hacerse con el político, logra coronarse como “líder” (Presidente de la República Bolivariana de Venezuela).
Dentro del día a día del venezolano(a) aparece la necesidad de trabajar, de superación, de paz, de vivir y de libertad. Estas necesidades son las primordiales en cada ser humano que utilice la lógica como filosofía cotidiana. Un venezolano es valiente, arriesgado, aprovechador de las buenas oportunidades, encarador de las malas vivencias, espontáneo, luchador, pasivo en ocasiones y muy activo en otras, en general, es un ser humano dotado de aires que mueven mares y montañas. El venezolano pelea por lo de él y ayuda a otro a pelear por lo que cree de éste. Da la razón a quien considera buena persona y ayuda con la otra esquina de la pancarta cuando se necesita la protesta. El venezolano empuña el megáfono o sino grita con su compañero. Así somos… “resteados pa` lo que salga”.
Se considera necesaria la labor de manifestarse cuando se evalúa como negativa una situación en específica. La represión no se objeta en una acción donde se desee transformar algo visto como malo. Y es la represión, con su carácter destructivo y asesino, la que elimina esa decisión de colaborar con el progreso social. Venezuela ha sido el campo de batalla de miles de protestas (conformadas por la mayoría de la sociedad) que finalizan incrementando la tasa de mortalidad. El gobierno siempre tiene atado a su corbata un manojo de organizaciones la servicio del “estado” las cuales pintan sus normas como “protección social” o “defensa de la patria” y terminan acallando a las voces que sueñan con un cambio en su pedacito de tierra. Y son los que integran éstos entes “autónomos”, pertenecientes tanto como los manifestantes en cuestión, de una forma u otra, a la causa por la que se aclama, pero, luego de su ducha en la ideología “servicial y fiel”, olvidan sus principios y arremeten contra su mismo barrio, su mismo sector, su mismo pueblo: es la enfermedad del gobierno, del poder mal ejercido, del autoritarismo más feroz. Es el virus de la demagogia que ha infectado a la sociedad venezolana desde su nacimiento.
La protesta es el acto de “pegar un salto” por algo justo. La protesta justificada y pacífica es la acción más pura y significativa que colectivo o individualidad humana alguna tenga para expresarse: sin protesta no hay libertad, sin libertad no hay vida. El venezolano es reconocido manifestante de calle y un personaje que no tiene rodeos en alzar su voz entre los escombros del abuso y el maltrato para hacerse escuchar por más que corten sus cuerdas vocales. Recorre barrio por barrio y calle por calle buscando otros disidentes como él en su afán de cooperar con la sociedad. Reconoce que le sabiduría está en los altos cerros y no en las grandes edificaciones.
Tanta ha sido la trayectoria del reclamo en Venezuela que se hace un poco difícil explicar el por qué no gozamos de una plena libertad: todavía llegan gobiernos vestidos de palomas blancas hasta que exponen al público su boina militar y sus planes de ponerse cómodos en el poder. Hoy en día se plantea una estructura de gobierno y de estado novedoso y “revolucionario” sin usar correctamente el último término citado, estrangulando así, todo lo poco bueno que ha quedado de la historia en nuestro suelo.
Normalmente el venezolano es víctima de atropellos propinados por otros venezolanos (enfermedad del uniforme policial); robos, homicidios y violencia en general (enfermedad del hampa: mal estado económico y social); hambre, miseria, malos servicios y calle como casa (enfermedad de la inestabilidad económica y negligencia gerencial); ignorancia, analfabetismo, carencia de salud (enfermedad del “atraco” a la riqueza nacional sin mejorar la situación social), etc., etc., etc.... El venezolano es admirable simplemente por tener optimismo al vivir en tan deprimentes condiciones. No se necesita abundancia material para ser feliz, pero sí riqueza moral e intelectual para poder convivir en paz en una sociedad: los gobernantes carecen de eso.
En la cotidianidad venezolana se hace relevante la inestabilidad social en la que vivimos. La inseguridad ha tomado las calles desde hace años y las desgracias se ven cada día y cada vez en mayores proporciones. Los cementerios no se dan abasto para acumular tantos cadáveres y las funerarias no cuentan con la cantidad de urnas requeridas para acomodar a los fallecidos.
Cuando se pisa la tierra de una calle en un barrio venezolano se corre con el riesgo de salir robado, violado o muerto. La seguridad en Venezuela es simplemente un mito. Ni siquiera los estudiantes en sus casas de aprendizaje están a salvo de la enfermedad del hampa. Y, por lo tanto, en estas barriadas, donde también se cosechan culturas y saberes del pueblo, es común ver más de un funeral diario o más de una caravana de dolientes llorando por su difunto. Se hace desgarrador observar familias enteras que, aparte de sus pobres condiciones económicas para cancelar el tan arbitrario costo del servicio fúnebre, lleven a cuestas una inocente persona sin vida gracias al desborde delictivo. Nadie se salva del “malandro” ni del policía.
Aunado a esto, es superfluo pensar en estabilidad económica y social para las mayorías en Venezuela. Es la gran mayoría la que se deja engañar por caudillos político-militares que ofertan una “patria mejor” y progreso para todos. Pero, es ese gran grupo de individuos, los que viven en extrema pobreza, en la marginalidad más riesgosa, en los ranchos más deplorables y en las peores casas de su pueblo o ciudad: el hombre pobre (materialmente hablando) es el rey de las estadísticas de densidad social en “la nación bolivariana”. Para ésta mayoría no existe un trozo de la porción petrolera, ni buenos servicios, ni préstamos para estabilizar su calidad de vida, ni voz ni voto en las decisiones ejecutivas o de “estado”: la soberanía del pueblo constituye otra leyenda popular.
Los pobres construyen ranchos de madera, plástico, metal, cartón, barro o cualquier otro material que los arrope de la indiferencia social proveniente de la todavía viva, gracias al sistema capitalista, división de clases. Los pobres beben agua del chorro casi oxidado y comen en platos sucios las migajas que sus bolsillos les dejan comprar. Los pobres no reciben ayudas, sino colaboraciones; no realizan estudios, sino aprenden a vivir en sociedad; no son cultos, sino experimentados. Al sistema de gobierno actual parece que gravemente se le ha olvidado la existencia de la sociedad pobre en Venezuela: sus ayudas son defectuosas y se hacen solo con el fin de recaudar más firmas para perpetuarse en el poder. Todavía no se ha conocido en Venezuela un gobierno que quiera por encima de sus intereses el bienestar para la sociedad que dirige o administra.
Para el burgués capitalista el pobre es sólo la mano de obra que consiguen para desarrollar sus grandes industrias y edificaciones, buscando la comodidad para ellos mismos. Venezuela lamentablemente todavía se encuentra en esa escena. Está hoy en día en la lista de los países más corruptos del mundo y, su mayor expresión de corrupción, la expone el caudillo chavista, el cual, crea la nueva clase social “dominante” en el país, llamada La Boliburguesía. Ésta, la forma el actual ejecutivo gubernamental, rindiendo pleitesía a los otros personajes que también devoraron la economía y la industria nacional. Se esconden bajo la promesa de una propuesta “socialista de gobierno” siendo ellos los principales protagonistas del capitalismo y la autocracia. Y, para el pobre, sólo queda más desgracia y trabajo humillante siendo explotado cada minuto sin parar.
La naturaleza juega un papel primordial en la convivencia del hombre en la tierra: el sistema capitalista ha reducido a la naturaleza a sólo ser un medio de extracción de riquezas y a ser el escenario donde la raza humana domina todo. Venezuela no se exceptúa del modelo capitalista que exprime la última gota de la tierra para venderla. Actualmente vive una plataforma económica de mono-producción: el petróleo y la minería es su único recurso para generar dividendos al “estado”. La agricultura, artesanía, pesca, etc. quedaron aisladas desde el descubrimiento del oro negro en territorio criollo para desgracia del mundo: la contaminación acuática, atmosférica y terrestre que produce la explotación de petróleo es brutal. ¿Será que en el mundo no podremos aprender nunca a convivir animales, tierra y ser humano sin que el último acabe con los dos primeros generación tras generación?
Gobiernos pasados y el actual se han dado la tarea de glorificar la producción minera y petrolera y alabar sus grandes ganancias sin dar a la luz pública el daño causado al ambiente y el puñal que clavan en nuestro planeta con su egoísmo y sed materialista.
Para el venezolano común y corriente, el que patea la calle diariamente, el que compra café en las bombas de gasolina y el que lee el periódico sentado en una plaza Bolívar, esto de la bonanza petrolera le da lo mismo. No conoce granes beneficios que haya causado para sí mismo, ni grandes aportes a la sociedad. Pero sí es de su conocimiento los problemas de corrupción que se ven por la prensa día a día y que no son los únicos que ocurren. El venezolano analiza tanto desfalco de dinero y tanta mala utilización del erario constitucional que se desanima a seguir en la lucha por una sociedad mejor y con principios morales más arraigados… pero igual sigue ahí… sin decaer jamás. Y es en éste párrafo donde entra otra gran virtud del venezolano, la de mantener la pelea firme. El individuo que anda de aquí para allá por sus propios pasos, trabajando en los sindicatos, animando la voz de la virtuosa clase obrera, hablando de organización con los campesinos, resolviendo los problemas de sus iguales en la comunidad, es un venezolano. Y más que un simple venezolano, es un revolucionario: revolucionario aquél que no necesita de riquezas ni elogios para ayudar al colectivo.
La corrupción se ha convertido en el hilo que construye el gran manto de desconfianza en toda Venezuela. Todos los días se hacen denuncias sobre hechos tan palpables como la tierra de corrupción en las principales “instituciones del estado”. Todavía existen personas con moral para recibir improperios del régimen cuando se denuncia un hecho delictivo y que afecta de gran manera a la sociedad. El caudillo gubernamental dedica su diaria existencia a acabar con los recursos venezolanos. Se supone, o por lo menos así lo dice el presidente cada vez que abre su boca, que los dividendos petroleros y de demás extracciones mineras están “llegando a todos lados”. Pero, ¿dónde están esos recursos si aumenta a cada rato el hambre y la necesidad en las comunidades? La respuesta es simple: en las grandes cuentas bancarias internacionales y nacionales de los gerentes nacionales, estadales y regionales. Para ellos no interesa la comunidad porque prefieren vivir en zonas restringidas de altos lujos.
¿Dónde está la moral que expresa el presidente en sus discursos sobre socialismo y progreso social? Lo más probable es que se le haya quedado en cualquiera de sus costosos flux o en uno de sus estrafalarios viajes.
El venezolano recibe atropellos muy seguidos al verse en la obligación de ver cadenas presidenciales muy duraderas. Él no posee como los seguidores del gobierno de un lujoso sistema de cable para pasar canal tras canal, ni posee una computadora con internet en su casa para informarse del acontecer nacional. Hoy en día son muy escasos los medios de comunicación que ejercen su profesión sin ninguna inclinación política más de la que servir a la comunidad. Existen los medios de comunicación gubernamental o a fines al gobierno que carecen de calidad profesional y que son sólo el recuerdo del discurso patriarcal del presidente y, los medios de comunicación opuestos a Miraflores que expresan su descontento denunciando e informando sobre la desgraciada cotidianidad venezolana, pero que a su vez, defienden las doctrinas globalizadoras enviadas desde el “made in U.S.A”. Esto hace muy difícil la objetividad del trabajo del periodista y coloca en juego la credibilidad de cada noticia.
La comunidad mira con buenos ojos a aquellos valientes que se arriesgan cada día siempre de lado de la imparcialidad, aunque esta posición sea otro mito en nuestra sociedad. Se conoce como imparcial a aquél periodista o medio de comunicación que defienda los derechos sociales y colabore con la comunidad: con una sola mano se pueden contar los medios que realizan esta labor.
El periodismo se ha transformado en el trabajo de hacer propaganda a un sector político o económico: la división social en Venezuela, por razones políticas, es total. Un oficialista y un opositor no se pueden ver las caras sin insultarse o mirarse mal. Y el primer defensor de la división en Venezuela y la continuidad de ésta, es el propio gobierno nacional descarado y vulgar que busca la fragmentación más que la reconciliación dentro de los habitantes.
Aunado a esto, el entorno social en Venezuela sufre diariamente modificaciones malignas: la cultura padece cambios cada año que muere: las costumbres indígenas que se incrustaron en nuestra rebelde historia se van perdiendo por la adaptación de culturas extranjeras atractivas en nuestro entorno. El venezolano que compra pan con jamón y queso o el que simplemente no tiene ni para eso, observa las poesías dictadas por el mandatario nacional sobre la revalorización de la cultura nacional. Pero, al mismo tiempo, se ven en las calles los nuevos autos de lujo que compra su comitiva (a la que tanto defiende y apoya) con el dinero del “estado” o las grandes casas, terrenos, yates, etc. en todo el país. Entonces el enojado profesional u obrero que se encuentra tras el periódico se pregunta el por qué de ello. ¿Dónde está el orgullo que representa la cultura nacional? ¿En las Hummers, en las quintas en urbanizaciones privadas o en los caminos de tierra y en la gente digna? Esa pregunta deberían insertarla en un derecho de palabra en la Asamblea Nacional: son ellos quienes manipulan al venezolano humilde para seguir llenando sus cuentas bancarias.
Es en la Asamblea Nacional, el palacio de Miraflores, gobernaciones y alcaldías, donde, según ellos, laboran diariamente los “académicos” que forjan el futuro de la nación con sus directrices e ideas progresistas y “revolucionarias”. Y, son éstas mismas instituciones, las que han dedicado su existencia en deformar la palabra revolución e izquierda revolucionaria. Se nombran a sí mismos como revolucionarios y como intelectuales sin ser en verdad una pizca de ni lo uno ni lo otro. Sus espacios se adornan con los utensilios más costosos y arrojan a su público al ardiente sol para que los alaben por una simple beca o mísera ayuda. ¿Qué de socialismo puede tener las comodidades para grupos pequeños y nada para la gran mayoría? ¿Existe un socialismo sin igualdad, sin libertades de criterios? Si se analizan las líricas presidenciales se puede observar que su práctica es todo lo contrario a la teoría que explica. En los barrios y calles alumbran y trabajan subterráneamente los verdaderos focos de izquierda, la verdadera revolución se cocina es ahí, con la sazón del pueblo. Esta “revolución” es sólo un proyecto enfermizo de poder y de represión a gran escala que se vendrá desglosando año tras año.
La enfermedad del poder trae como síntomas la perpetuidad en él, la arbitrariedad en las decisiones gubernamentales, el despilfarro a manos llenas del dinero nacional, el silencio de las voces disidentes, la centralización de todo lo conocido y, trae como consecuencia la destrucción del país. La elaboración de una nueva “carta magna” que aplauda la posteridad del mandato de una sola persona es todo lo contrario a los principios de libertad de un ser vivo.
En la trinchera del régimen se citan muchas veces procesos políticos y movimientos sociales históricos fracasados que esbozaban ideales de libertad, cooperación e igualdad pero que culminaron en dictaduras devastadoras. Se realizan exposiciones de criterios de filósofos de siglos pasados queriendo implantar estos sistemas de gobiernos o administración del estado con una cucharada de historia latinoamericana, denominando así al gobierno de Venezuela como “revolucionario” y a Venezuela como madre de la “Revolución Bolivariana”.
El ejecutivo nacional se burla, a través de todas sus instituciones, del habitante venezolano. La autonomía de las instituciones se suma a la lista de mitos. En años anteriores un muy diminuto número de entes estadales se podían considerar autónomas en sus decisiones y acciones (fueran o no corruptas, fueran o no imparciales políticamente). Ahora, hasta la más remota decisión y modificación viene recetada directamente de la presidencia de la república, sin dejar atrás la batalla que da el “caudillo bolivariano” para extirpar la autonomía de las universidades y colegios. El adoctrinamiento se encuentra cerca de aquella persona que no moldee un criterio de pensamiento propio (una ideología individual y singular concepto del significado de libertad… sin eso solo se puede ser un exclavo).
Comprando el desayuno en las calles de Venezuela se escuchan discusiones y pequeños debates por personas que defienden al oficialismo, personas que defienden el colectivo de “la oposición” y personas que se consideran opuestas a las dos caras de la moneda. Las conversaciones políticas en las esquinas venezolanas han aumentado muy considerablemente y ahora son tan o más normales que una arepa por la mañana: el venezolano de calle discute y defiende su manera de pensar todos los días.
A veces, en la humildad de una casa de familia sencilla (las cuales cosechan la mayor sabiduría del pueblo) o en la cotidianidad de un transporte público, retumban pequeños “encontronazos” por los que defienden a Chávez y los que están en desacuerdo a él. Pero, sin darse cuenta y, mirando desde otra perspectiva la problemática por la que se discute, uno como observador concluye en que la finalidad es la misma: las dos personas quieren soluciones a sus problemas, quieren estabilidad económica y social, y quieren vivir en armonía como un ciudadano que haga honor a su nombre. ¿Acaso los oficialistas y los de “la oposición” nunca recapacitarán en saber que no hay que defender los intereses de nadie para poder abogar por su comunidad que es lo primordial?
Los oficialistas (rojos rojitos) sostienen la necesidad de la construcción del “socialismo bolivariano” y boliburgués para el progreso de Venezuela y América Latina y, los de “la oposición”, fundamentan la necesidad de los negocios con Estados Unidos e ilustran falsas ilusiones de desarrollo en los sectores pobres. Sin darse cuenta los dos eliminan la chispa de credibilidad en el pueblo para esos verdaderos movimientos revolucionarios que sí consideran necesario un cambio, apartándose del lucro y de la acumulación de riquezas materiales, que son los que pudieran solventar las discrepancias de poder entre el caudillo bolivariano y los abogados del imperio y extinguirlos de la faz política de Venezuela. La oportunidad la debería dar el pueblo a esos movimientos sociales independientes que lejos de ser militares y millonarios buscan el progreso para su comunidad. El progreso más aceptable debería ser respetando a los disidentes de los ideales y tomando muy en cuenta sus opiniones sin acallar su grito, colaborando con la naturaleza y proyectando cada vez más la educación en el pueblo para lograr el respeto, la cooperación y la ayuda mutua. Los integrantes de esos movimientos están ahí en los barrios, en los cerros, en los pueblos, en las universidades, en los sindicatos, en las poblaciones indígenas… no en las grandes y destructivas empresas ni en los cuarteles militares.
Millones de veces diarias se oye en la calle “si yo viera a Chávez le dijera que…”: el núcleo del caudillo se nutre en no dejar hablar a sus críticos. Enorgullece al “máximo líder de la revolución” el que un periodista sea linchado o un dirigente sindical o vecinal contrario a sus dogmas reciba diatribas y vulgaridades al pasar por un territorio de tolda roja. Le excita también, que su tren ejecutivo desfalque la economía venezolana y que sus políticas públicas decaigan más para así parecerse cada segundo, minuto y hora a la Cuba de Castro que cuenta sus días en la más vil represión comunista y asesina que en el mundo pueda existir.
En un extremo del país está el chavista millonario (boliburgués) que gasta el dinero (perteneciente a todos los venezolanos: otro mito de nuestro país) en lo que cree conveniente para él y para los suyos sin mirar los más desfavorecidos que viven en condiciones infrahumanas y que basa su existencia en las limosnas más humillantes que hay. Se cepilla los dientes con aires de “académico de izquierda radical, reaccionaria y revolucionaria” y no es más que la suela del zapato de la derecha ya conocida en el planeta. Es ésta la más brillante cara de la “revolución bolivariana”.
Y, en otro lado, está el venezolano que camina, el que suda la gota gorda para llegar a su trabajo, el que pasa más de una hora esperando transporte para estar parado y acalorado en colas infinitas porque el “virtuoso” gobierno no ha podido designar un mendrugo de petróleo para mejorar las avenidas y calles, el que mira con infinito dolor los muertos en sus calles, el que pasa las mil y una para ser atendido en un hospital de manera deplorable, el que duerme en el más feroz calor porque a su casa no llega luz eléctrica, el que se desayuna, almuerza y cena en los comedores populares, el que compra en bodegas y no en costosos supermercados, el que muere preso en el sistema penitenciario de patanes que tenemos, el que es echo preso por un malentendido con los arbitrarios policías, el que no consta con recursos para costear sus estudios gracias al pequeño sistema educativo que existe, el que lucha contra la imposición de reglas…
La sociedad venezolana requiere un cambio. Se han visto suficientes luciérnagas disidentes en el país como para considerar los diferentes criterios y entablar una lucha contra la corrupción, los problemas sociales, el adoctrinamiento y la imposición de un sistema de gobierno único que no respete las libertades y no considere las opiniones y evaluaciones. La transformación debe ser echa por gente que trabaje para la comunidad y no para una empresa o falso profeta en particular: sin la valoración de un exclusivo líder que guíe el destino del país. Las grandes mayorías deberían abrir los ojos y darse al camino de la verdadera cooperación y ayuda entre ciudadanos, colaborando con el ambiente que los rodea y que es su techo mientras estén vivos.
El venezolano de clase media y baja, el venezolano pobre, el estudioso que echa “pa` lante”, que ayuda a su comunidad, sigue y seguirá siendo la “gente buena” que conseguirá el cambio que necesita la sociedad para lograr un progreso digno.
Aún en lo inseguro de un barrio o en la incomodidad de un cerro se consiguen conclusiones como ésta: el camino a la libertad es largo, tan largo que no se sabe cuando llegaremos… seguiremos en marcha a él hasta la muerte y después de ella.
La necesidad de una verdadera izquierda, echa por el pueblo, nos llama a disentir contra todo traidor y ladrón. Siempre existirán los tiempos de revolución. La libertad es para con el pueblo y no para con los gobernantes. Nuestras lagrimas, por ver cada vez más destruida una comunidad, nunca nublaran la visión de cambio y humanidad que llevamos por nacimiento. Amplificaremos siempre los lemas de ayuda mutua y cooperativismo. Será un eterno orgullo el declinar a favor de la libertad y no de los partidos políticos. Somos más revolucionarios por creer en la libertad que por otra cosa…
Emana resistencia antiautoritaria... Los sectores más “bajos” de la sociedad deberían considerarse los más altos por su humildad y sencillez. La distinción de clases, creada desde la génesis del planeta, por la ambición destructiva del ser humano, colocará fecha al fin de nuestra raza. Terminaremos por extinguir la última planta y el último ser vivo existente en La Tierra. La historia mal empleada se ha encargado de implantar en el cerebro de muchos las ganas por acabar con sus iguales. Las enfermedades sociales se hacen virus que corren a lo largo de los continentes. Por los mares se ve pasar la maldad y el odio cual paloma mensajera fuera. Alguien alguna vez dijo: “¡Hablad del cielo, vosotros que deshonráis la tierra!” La calamidad era cierta: todos los días la humanidad acaba con su patrimonio más vital: La Tierra.
Ángel Arellano
CI: 19.841.865
asearellano@yahoo.es

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